Íbamos en el coche. Ella
conducía. Hacía el recorrido largo para llegar, en vez del atajo. Sólo para
disfrutar del viaje, para hacerlo un poco más largo. El niño iba de copiloto, como siempre. Yo,
detrás. Escuchábamos al Perales. Un velero llamado libertad. Y cantábamos
todos. El niño manejaba los mandos del casette y le gustaba darle mucha voz. Yo
sentía esa canción y ese momento como algo maravilloso que me era regalado. Y
sentía que ese coche que surcaba la rambla reseca y pedregosa era ese velero
llamado libertad.
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