“Yo sólo creería en un
Dios que supiera bailar”
Nietzsche
La danza comenzó al atardecer, cuando el último rayo de luz se
precipitó al océano y las tinieblas la tomaron de la cintura. El mar estaba en
calma, en esa calma que precede al tornado. El cielo se estremeció y se tiñó de
sangre con la primera pirueta. El viento empezó a soplar suavemente. Ella
saltaba con todas sus fuerzas y caía de nuevo dibujando en el aire un bello
verso. El viento le hacía una y otra vez la misma pregunta y ella seguía
danzando en silencio. Danzaba por encima de la noche y el día, danzaba con las
estrellas y con la lluvia. Se lastimaba las puntas de los dedos de los pies
pero no cedía en su empeño por responder la pregunta. Sabía que la respuesta la
hallaría desafiando con la belleza de su danza las tinieblas que dormitaban en
su interior. Caía de bruces contra el suelo y volvía a levantarse. La luna le
aplaudía con cada giro y voltereta. Cuando mordía el polvo el viento rompía en
una carcajada que resonaba hasta el infinito como un gemido hueco en sus oídos.
El viento ululaba “è un mondo difficile”, las estrellas respondían “vita intensa”. Ella
seguía danzando en silencio, desafiando las leyes de la gravedad y de los
hombres. Trazaba una ecuación matemática con su movimiento volátil y efímero.
Dibujaba piruetas en el aire, saltaba y se contorsionaba. La pregunta seguía
intacta danzando en su mente como ella danzaba con el viento. La respuesta no
llegaba y el Siroco jugaba con su pelo. No existía nada más que el huracán y
ella. Estaban en el centro del universo. El único camino hacia la paz de su
trémulo espíritu era seguir trazando piruetas y cabriolas en el aire. Era la
danza de la vida con la muerte. No existía ni el tiempo ni el espacio. Sólo esa macabra danza. Sólo la búsqueda de
la respuesta.
El Dios Eolo se enfadó aún más, asoló con su rabia el océano y la empujó de la
cima al infierno susurrándole en la caída una y otra vez la misma pregunta. Sus cabellos se enredaron y sus vestiduras
terminaron de rasgarse mientras se desplomaba. Quedó desnuda pero volvió a elevarse en el aire con sus
volteretas, no cejando en su empeño por hallar la respuesta. En la cúspide de sus fuerzas ella calculó la
última pirueta, la más difícil. Saltó desafiando el Siroco que provenía del
Sahara y en un breve segundo se concentró toda su vida. La luna le susurró “felicità,
momento e futuro incerto”. Ella cayó en la cuenta. El universo se quedó en
silencio y a Eolo no le quedó más remedio que dejar de soplar. En el tibio
equilibrio que guarda la materia oscura ella dibujó en el aire la
respuesta. Cayó exhausta y convulsa
sobre fino polvo de estrellas. Cansada y desnuda como vino al mundo se entregó
al sueño eterno. Por fin podía descansar. Morfeo había venido para abrazarla y
la macabra danza había terminado.
El último verso había terminado de dibujarse en el aire con
la belleza y la sabiduría de la comunión con la naturaleza. Las estrellas, el océano, la luna, la lluvia y
hasta el mismo viento no tuvieron más opción que aplaudir.
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