Entra un padre
con su hijo. Le pido a Dios que lo trate bien, que no le pegue, que lo
entienda. Las manos del padre son
robustas y encallecidas. Podrían pegar muy fuerte. Lleva un paquete de Marlboro
en el bolsillo de atrás del pantalón. No tendrá un buen trabajo si acaso tiene
trabajo. Se deslomará para sacar a su hijo adelante. Arrastra un pesado carro
de la compra. Detrás de él hay una adolescente que, con el móvil entre las
manos, dormita en el hombro de su madre. Todo son gestos de cansancio y la
gente cierra los ojos, no sé si para dormir o para soñar con otra vida mejor.
Son la clase obrera, la clase de la que me siento orgullosa de formar parte. La clase que levanta este país viaja en
autobús en las grandes ciudades.
Atravesamos
barrios con graffitis en sus muros, que gritan el descontento de la clase
obrera sobre las paredes mudas. Sube y baja gente, con sus vidas al hombro,
tirando de pesados carros, mirando al infinito por las ventanillas, buceando
dentro de ellos mismos, agradeciendo un momento de paz al día, cediendo sus
asientos a ancianos y embarazadas. Hay niños, adultos, viejos, bebés en sus
carritos.
Siempre
que me subo a un autobús en Almería me embarga esta sensación y veo el mundo
por unos momentos a través de esos ojos, cansados y marchitos, y me parece un
mundo gris pero solidario.
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