domingo, 18 de noviembre de 2018

LA RULETA RUSA


Estoy en una habitación casi a oscuras. Cuelga del techo una bombilla incandescente y desnuda que vierte una luz amarillenta sobre el habitáculo. Estoy sola pero noto la presencia de algo o alguien. No puedo ver muy bien mi entorno. Me encuentro sentada en una silla y delante tengo una mesa redonda de madera oscura, vieja, sucia y desvencijada por el tiempo. Alcanzo a atisbar que las paredes son ocres y tienen muchos desconchones. No encuentro ninguna ventana a la vista y tampoco puedo saber si es de día o de noche. Voy vestida de negro. Mallas negras, camiseta negra de tirantes y botas negras. Hace un poco de calor y el aire es pesado y húmedo y está como estancado. Sobre la mesa hay un revolver pequeño. No entiendo nada de armas así que no puedo saber qué tipo de revolver es ni si es de buena o mala calidad. Me pregunto de quién será y qué hace allí. La curiosidad me empuja a acariciarlo suavemente. Está frío como la hoja de un cuchillo. Lo cojo entre mis manos. Pesa mucho para lo pequeño que es.

De pronto escucho el sonido de una puerta que se abre. El sonido de unos pasos llega amortiguado. Noto la presencia de alguien que se acerca a mí y al que aún no puedo ver. Me llega olor a tabaco y una nube de humo tras la que se aprecia una figura humana. Se detiene enfrente de la mesa y a la luz de la macilenta bombilla empiezo a escrutarlo. Yo aún sostengo el pequeño revolver entre mis manos y tengo un poco de miedo. El hombre es probablemente de mi edad, alto, medirá un metro noventa. Tiene las facciones de la cara orientales y como de mujer pero se esconde los ojos tras unas gafas de sol negras. Lleva un traje negro muy elegante y corbata azul oscuro. Me parece sin dudad muy guapo. Él le da una calada a su cigarro, suelta el humo muy despacio y me dice “Es la hora” No sé a  qué se refiere. No conozco de nada a ese hombre. “¿Estás preparada?” repite.

No sé qué hago en esta habitación. Si es una pesadilla quiero despertar. Él se sienta y saca del bolsillo de su americana una bala reluciente. “Esto es para ti”. Y deposita la bala sobre la mesa. Lo miro y pienso en apuntarle con el arma pero me doy cuenta que no sé usar un arma, nunca he disparado y además caigo en la cuenta de que no sé si está cargada. Por mera intuición y por haberlo visto en las películas abro el tambor y veo que no hay balas. El hombre apaga su cigarrillo en el suelo y se quita las gafas de sol. Ahora me doy cuenta de qué me sonaba su cara. Es idéntico a Murakami cuando tenía mi edad. Dejo la pistola sobre la mesa y me dispongo a levantarme para irme pero no puedo. Mi cuerpo no obedece a mi cerebro y pienso que debe ser una pesadilla.

En ese momento agarro la bala que hay sobre la mesa y cargo la pistola. Apunto al hombre que se parece a Murakami y le digo “Se ha acabado el juego”. Él no se inmuta y saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de su americana y enciende uno con un encendedor dorado que me parece que debe ser muy caro. Me mira durante largo rato. Yo sigo apuntándole y me cae un sudor frío por la nuca. “El juego acaba de empezar” me susurra muy bajo. Esboza lo que parece una sonrisa y me echa el humo a la cara con desprecio. De pronto una fuerza sobrenatural hace que me lleve el cañón de la pistola a mi sien derecha y apunte a mi cabeza. Estoy muy asustada. No sé por qué hago eso. Quiero despertar de esta pesadilla. Estoy a punto de apretar el gatillo y no puedo contenerme. Sólo hay una bala pero podría tocarme esa bala y morir instantáneamente. Detengo la respiración y aprieto el gatillo. Sigo con vida. Me quedo exhausta.

Vuelvo a abrir el tambor por un mandato superior que me obliga a hacerlo, lo hago girar con el mismo protocolo y coloco la bala en otra posición. Me doy cuenta que estoy jugando a la ruleta rusa y  que una fuerza sobrenatural me obliga a continuar con el juego. Vuelvo a repetir la escena. Me apunto a la cabeza y aprieto el gatillo. Sigo con vida. El hombre que se parece a Murakami me mira y me dice “Eres una chica con suerte” y de nuevo parece que esboza una sonrisa. No puedo apuntar al hombre ni levantarme y salir corriendo. No sé por qué no puedo. No sé qué me lo impide. El hombre vuelve a decirme “Pero la suerte se acaba tarde o temprano” Y entonces comienzo otra vez con este juego demencial con la muerte y abro el tambor con las manos temblándome, le doy una vuelta y lo cierro con un chasquido. Apunto de nuevo a mi sien, me late fuerte el corazón y me sudan las manos. Se hace eterno ese segundo. Oigo un estruendo y solo veo una oscuridad espesa y profunda que me rodea.

La oscuridad continúa. Escucho voces y el sonido intermitente y metálico de una máquina que parece ir acompasada con los latidos de mi corazón. No sé qué ha pasado. La habitación se ha desvanecido. No sé dónde estoy. Me quema el pecho. Las voces me son familiares. Son mi padre y mi hermano pequeño. Escucho el sonido de una puerta y digo: “¿Se ha acabado la ruleta rusa?” Me llega amortiguada una voz que me parece la de Murakami diciendo: “Soy el oncólogo que la ha operado. Todo ha salido bien. Es normal que ahora esté delirando. Es por el efecto de la anestesia” “¿No era todo un juego?” digo susurrando con una voz que sale de las profundidades y va a parar a las profundidades del abismo de la oscuridad que me envuelve. 

LA FRAGILIDAD DE LA FELICIDAD


Imagínate por un momento un jarrón de porcelana china entre los dedos torpes de un niño. Tardaría unos instantes en hacerse añicos. Así es a veces la felicidad. Frágil. Muy frágil. Como reza el letrero en una de esas cajas que contiene cristal de Murano.

Es un día perfecto con el cielo azul de una postal, con el sol centelleando allá en el cielo y a la tarde unas tímidas nubes empiezan a aparecer. Antes de darte cuenta las nubes se convierten en nubarrones oscuros y una gran tormenta se presenta sin previo aviso. Así es nuestra felicidad. Amanece perfecto el día, todo son muestras afables, un día de helado de chocolate y caramelo de miel. Un día de jardín de infancia, pelota y risa incontenible. Un día de cuento y de polaroid, de felicidad fotogénica, de peli de final feliz. Y en un momento llega la palabra agria, mal dicha o mal entendida, con o sin intención. Llega la mirada airada o una llamada inesperada con malas noticias. Y la fragilidad de tu felicidad se hace carne y se presenta en tu casa vestida de luto para hacer añicos la alegría. Y olvidas la foto polaroid en el cajón de la cómoda y la pelota en el jardín de infancia y el sabor a caramelo de miel en tu boca. 

Si tu felicidad es de estas características has dejado un jarrón chino muy caro en manos de un niño de tres años. Haz que tu felicidad sea fuerte como un roble y flexible como un junco para que no se rompa, centrándote en tus momentos felices y olvidando la hiel y el sabor amargo o la mirada agria. La felicidad es breve y fugaz, algo efímera. No se deja atrapar ni fotografiar. Atesora tus momentos felices y guárdalos en una pequeña caja de madera de ébano con incrustaciones de nácar. Y, por favor, no pongas los jarrones de porcelana china al alcance de los niños.

EL CAFÉ PERFECTO


Ahora pienso que las cosas podían haber sucedido de otra manera. Ahora sé más cosas. Quizá sea más viejo, tenga menos prisa o piense menos. La primera vez no conocía el barco en el que viajaba. La segunda vez fui sin equipaje. Ella me miró con esos dos ojos tan grandes abiertos de par en par por la sorpresa y yo no supe qué decir. Tomamos un café en la estación de Lyon y yo adiviné que estaba hecho con amor, el ingrediente indispensable. Ella me dijo una vez que nadie hacía el café mejor que yo. Y lo pensaba de verdad porque ella no sabía mentir. Sólo me mintió una vez. Cuando yo le pregunté si quería quedarse a vivir en ese precioso pueblo de la campiña francesa, junto al mar. Marsella estaba en los confines de mi mundo y los dos fuimos muy felices en aquel pueblo. Aunque si he de ser sincero mi mundo es bastante pequeño. Cabe en una maleta mediana. De la marca que sea. Si alguien se adueñara de esa maleta se podría hacer pasar por mí y quedarse a vivir en Marsella con ella. Escalofriante no? A mí me lo parece.

Una vez soñé que me despertaba en una casa extraña y una desconocida me traía un vaso de vino para desayunar y me dejaba solo en el dormitorio. Luego me llegó un olor nauseabundo, reuní fuerzas y salí. Me encontré a la misma mujer desnuda danzando en mitad de un mar de mierda. Cuando me desperté se había roto un desagüe y la mierda había inundado toda mi casa. Si algo que ocurre en la realidad puede adueñarse de mis sueños, ¿por qué no alguien que se adueñe de mi maleta no podría sustituirme sin que nadie notase la diferencia? Me parece tan posible y tan escalofriante como mi sueño. Por eso la segunda vez fui sin maletas. Temía perder mi maleta y que me sustituyera el impostor.

Ella no puso azúcar en el café y yo pensé que ahora la impostora era ella porque siempre tomaba azúcar con una pizca de café. Empecé a pensarlo en serio y quise mirar si seguía en su espalda la mancha de nacimiento. Pero no podía averiguarlo en mitad de aquella cafetería. Necesitaba desnudarla y si luego era cierto que no tenía la mancha del tres sería difícil salir de una situación tan embarazosa.

Quizá no debí contarle aquel sueño. Quizá averiguó lo de la maleta. Ahora no paro de darle vueltas a que las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Soy más viejo pero sigo cometiendo el error de narrar mis sueños. Tengo menos prisa pero salí de aquella cafetería sin pagar y dejé plantada a la chica de mis sueños. La que me ofrecía vino para desayunar y danzaba en mierda con naturalidad. Y aunque piense menos sigo haciendo las cosas por impulsos. Eso sí. A la hora de hacer café por las mañanas siempre he odiado que la gente le ponga más de una cucharadita de azúcar.

AHORA


“Ahora traes la lluvia
y aunque ya no tenga edad,
me desvisto en la tormenta,
grito tu nombre en la calle”.
Ismael Serrano

AHORA
Ahora,
que conseguí desnudar mis dudas
y amordazar todas mis penas.
Ahora,
que dejó de congelarse el júbilo
y el invierno pasó de largo.

Ahora,
que construí una fortaleza
cuyo soberano era el entusiasmo.
Ahora,
que dirigiste tus pasos hacia el mar
y encerré todos mis fantasmas en las mazmorras.

Ahora,
que empezaba a hacer amigos en esta cárcel
y vuestra condena al ostracismo dejó de importarme.
Ahora,
que dejé de soñar con gusanos
y conseguí pronunciar mi nombre.

Ahora,
que con tanto esfuerzo,
dejé de dormir con la luz encendida
y me olvidé de vomitar monstruos.
Ahora,
que la desidia tomaba otro camino
y el dolor era un sueño lejano
y tú me enseñabas las constelaciones una por una.

Ahora,
que me vestía de domingo todos los días
y tú me hacías una oferta irrechazable.
Ahora,
que las noches eran eternas
y empezaba a dominar el gíglico.

Ahora,
que tomábamos duchas bajo las farolas
y los botones cedían,
y no me importaba que hubiera manchas,
y el sol me pedía permiso para salir.

Ahora,
sí,
precisamente ahora…
tengo que abandonar mi fortaleza
y mudarme a otro planeta
donde las leyes de la gravedad
no obedecen a los hombres.