Imagínate por un momento un
jarrón de porcelana china entre los dedos torpes de un niño. Tardaría unos
instantes en hacerse añicos. Así es a veces la felicidad. Frágil. Muy frágil.
Como reza el letrero en una de esas cajas que contiene cristal de Murano.
Es un día perfecto con el cielo
azul de una postal, con el sol centelleando allá en el cielo y a la tarde unas
tímidas nubes empiezan a aparecer. Antes de darte cuenta las nubes se
convierten en nubarrones oscuros y una gran tormenta se presenta sin previo
aviso. Así es nuestra felicidad. Amanece perfecto el día, todo son muestras
afables, un día de helado de chocolate y caramelo de miel. Un día de jardín de
infancia, pelota y risa incontenible. Un día de cuento y de polaroid, de
felicidad fotogénica, de peli de final feliz. Y en un momento llega la palabra
agria, mal dicha o mal entendida, con o sin intención. Llega la mirada airada o
una llamada inesperada con malas noticias. Y la fragilidad de tu felicidad se
hace carne y se presenta en tu casa vestida de luto para hacer añicos la
alegría. Y olvidas la foto polaroid en el cajón de la cómoda y la pelota en el
jardín de infancia y el sabor a caramelo de miel en tu boca.
Si tu felicidad es de estas
características has dejado un jarrón chino muy caro en manos de un niño de tres
años. Haz que tu felicidad sea fuerte como un roble y flexible como un junco
para que no se rompa, centrándote en tus momentos felices y olvidando la hiel y
el sabor amargo o la mirada agria. La felicidad es breve y fugaz, algo efímera.
No se deja atrapar ni fotografiar. Atesora tus momentos felices y guárdalos en
una pequeña caja de madera de ébano con incrustaciones de nácar. Y, por favor,
no pongas los jarrones de porcelana china al alcance de los niños.
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