De un día para otro y sin previo aviso ella hizo las maletas y se mudó a
Cicely, un poblado al oeste de la frontera con Nelia. Lo dejó todo. Su
pisito del centro, un buen trabajo y todos sus vestidos nuevos. Dejó un
prometedor futuro que hacía aguas por todos lados. Todo se evaporó como
el rocío al amanecer.
De pronto y de un día para otro Nelia
palideció. Era como una sombra. Su vida era la vida de otra, de una
usurpadora, de una impostora. Se descubrió la gran mentira. Ella podía
vivir con muy poco. Con mucho menos de lo que imaginaba. Miró sus manos y
le parecieron las manos de otra. Se dio cuenta cuántas cosas podía
hacer solo con sus dos manos. Se acordó de las manos de su padre tan
robustas, de arar la tierra, de recoger las cosechas y ordeñar los
animales. Recordó los amaneceres en Cicely junto a su padre camino del
campo y cómo Venus brillaba en el cielo y su padre le decía que ella era
esa estrella, su lucero del alba. Lo echó tanto de menos que no había
más opción que dejarlo todo y mudarse. Fue una certeza, algo que le
llegó desde el interior.
Su madre fue a recogerla a la
estación. Una estación con un viejo sauce. Fueron caminando hasta el
pueblo. Ella cargaba con una única maleta pequeña. Era todo lo que
necesitaba en su nueva vida. Su madre no preguntó demasiado. Estaba muy
feliz de que volviese al pueblo. De camino a casa observó los campos de
centeno y avena agitarse con el viento al atardecer. El cielo estaba
lleno de nubes blancas de formas difusas y los rayos de sol se colaban
entre ellas como si Dios quisiera hablarle. Respiró profundamente el
aire limpio de Cicely y supo que ahí estaban sus raíces, sus orígenes,
su pasado y su presente. En esos campos estaba el alma eterna de su
padre y en el silencio y la quietud de la naturaleza que le rodeaba
estaba Dios, un dios pequeño y humilde. Como el sabio que no cambia
Paris por su aldea ella regresó a Cicely, al lugar donde pasó su
infancia. A un lugar donde la gente charla sin prisa cuando se cruza y
la humildad se refleja en las arrugas de los rostros de los ancianos. Al
lugar donde la gente trabaja con sus manos el esparto.
Ella
volvió a los infinitos campos de amapolas y a las infinitas puestas de
sol. A las nubes con formas sinuosas y a la calma y quietud que se
siente en los álamos blancos de detrás de su casa. Abrió la puerta,
metió la pequeña maleta, inspiró el aire de la casa y se dijo: - Qué
bien Cicely. Qué bien volver. Qué bien mi hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario