Hay un placer mundano en hacer
algo prohibido. Dicen por ahí que lo lícito no me es grato y lo prohibido
excita mi deseo. Hay algo provocador y atrayente en hacer algo prohibido. Como
cuando éramos niños y cogíamos una silla para alcanzar las golosinas del
estante más alto, a escondidas. Todos los adultos fuimos niños y quizá nos quede
remanente ese sentimiento de ser furtivos. Es excitante fumarse un cigarro en
un sitio en el que está prohibido. Es electrizante colarse en una fiesta privada,
echar fotos donde está prohibido, bailar donde no se puede o no está bien
visto. Cruzar con el semáforo en rojo. Meter cervezas de un pub en otro ante la
inocente pasividad del portero, ajeno a nuestra travesura. Enseñar la tarjeta
de estudiante para que te hagan descuento para entrar en los museos, cuando hace ya mucho que no eres
estudiante de ninguna universidad. Bañarte en la piscina comunitaria cuando no
hay nadie, a altas horas de la madrugada. Hay un placer clandestino en hacer
esas inocentes travesuras. Quizá haya una explicación científica para esto.
Para casi todo lo hay. Quizá sea la adrenalina. La culpa de todo no la tiene
Yoko Ono. La tienen las hormonas.
Bienvenidos a esta humilde morada. Aquí encontrareis poesía, cuentos, citas, reflexiones y pensamientos de Teresa Lao y de otros autores, interesantes para la Maga. Adelante...te estábamos esperando...
sábado, 19 de abril de 2014
lunes, 14 de abril de 2014
MILAGROS
Decía Einstein (un tío muy listo,
físico, y para mí también filósofo), pues bien, decía: “Hay dos maneras de
vivir la vida: como si todo fuese un milagro o como si nada fuese un milagro”.
Y esta pequeña frase encierra mucha sabiduría. Todos los filósofos desde hace
dos mil años hablan de la felicidad. Desde Epicuro hasta John Lennon. A todos
les preocupa lo mismo. ¿Qué otra cosa le puede importar al hombre? A mí me
obsesiona el tema desde siempre. He leído millones de libros de autoayuda,
psicología y filosofía. He observado con fruición a todas las personas que son
felices (para aprender de ellas) y a las que no lo son (para no ser como ellas).
He investigado sobre el tema en cuestión porque me parece fascinante. Y he sacado
mis propias conclusiones. No sé si ciertas o no. A mí me sirven. Cuando uno
vive la vida como un milagro, cuando uno piensa que es un milagro el café con
leche de por la mañana, las cosas se viven diferentes. Porque es un milagro una
comida sabrosa, un paseo en bici, la sonrisa cómplice de tu sobrino. Es un
milagro una conversación interesante, el beso de buenas noches a tu padre. Es
un milagro la luna llena una vez cada veintiocho días. Es un milagro poder
bailar. Es un milagro escuchar una canción que te hace vibrar de emoción. Es un
milagro tu pijama y tu camita cuando estás tan casada. Es un milagro disfrutar
de tu actor favorito en una película, tomarte una cerveza con tus amigos. Es un
milagro recibir una sorpresa o un regalo. Es un milagro que la Tierra de una
vuelta cada día. Es un milagro que el sol salga todos los días. Es un milagro
abrir los ojos por la mañana y saber que sigues vivo. Yo no dudo ni por un
momento que es un milagro. Y quien sepa apreciar estas pequeñas cosas será feliz.
Porque eso es la vida, pequeños momentos que saborear, pequeñas gustos que te
sabes dar diariamente. Nada más. No espero ningún milagro porque el milagro
sucede cada día. Eso es la felicidad. Por lo menos para mí.
miércoles, 9 de abril de 2014
EL BAJO
Vivo en un bajo con los
consecuentes inconvenientes que eso acarrea. Han robado varias veces. De una
manera cutre. Nada de bandas organizadas de rumanos que asaltan chalés de lujo.
Que va. Mi casa es de lo más humilde. Casi no hay cosas de valor. Ni la tele es
de pantalla plana. Los muebles tienen mil años. Los cuadros son de los chinos.
Baratijas. Mi ordenador tiene siete años y el ventilador hace el mismo ruido
que un avión cuando va a despegar. Nada de valor, ya te digo. Pero aún así han
intentado robar varias veces. Ladrones de lo más vulgar. Gente que pasa por la
calle, ve una ventana abierta y mira dentro a ver si hay algo de valor. Ladrones
de poca monta. Los abogados lo llaman hurto; yo, que tengo una prodigiosa
moral, lo llamo robar. Enamorarse de lo ajeno. Tengo que tener mucho cuidado en
no dejar cosas cerca de la ventana, que es donde está el escritorio. Pero aún
así no me fio. Como fumo tengo que ventilar la habitación y eso conlleva dejar
la ventana abierta cuando no estoy. Una rejilla. Ya sé que hay rejas pero y si…
De
camino a comprar el pan me asalta la duda. Y si ellos, los que se enamoran de
lo ajeno, suben la persiana un poco, lo justo para meter algún objeto largo, un
palo o un alambre, y valiéndose de él intentan pescar mis humildes pertenencias.
Mis gafas de sol que me regalaron con una revista, mi móvil, o el portátil. O
lo que es aún peor, y si me roban el último libro de Murakami que me estoy
leyendo y está en la mesita, y ya nunca sabré como termina. Qué horror. Veo las
imágenes del hurto en mi casa tan nítidas que creo que ha sucedido en alguna
película que he visto. Pero sólo ha sucedido en mi imaginación. O no.
Me
ha entrado el pavor. Me vuelvo a medio camino, sin llegar a la panadería. No
puedo andar ni un centímetro más alejándome de mi casa. Lo primero que hago es
ir directamente a la ventana para asegurarme de pillarlos infraganti. Pero sólo
hay unos niños jugando cerca de la ventana con un balón. Inocentemente y ajenos
a mis malos presagios. Entro en la habitación. Todo está en su sitio. Respiro
aliviada. Mi paz dura poco. Oigo un grito. Debe ser mi compañera de piso. Me
acerco corriendo a su habitación. Está muy alterada. Cabrones, repite una y
otra vez. A mí no me han robado pero a ella sí. Un cargador que vale cinco
euros, una crema de manos del Mercadona, euro y medio el bote, y un pen drive
que valdrá cuatro euros. Total del valor en euros que han sustraído: diez euros
y medio. Arriesgarse para eso.
Pienso
en otras desventajas de vivir en un bajo, como las humedades de las paredes, la
poca luz, o la falta de intimidad y empiezo a pensar que quizá debería mudarme
a un piso más alto donde no tenga esos inconvenientes. Pero, de alguna manera,
me siento unida a ese piso. A los rezumaderos de sus paredes, a sus oscuras
cortinas, a tener todo el día la luz encendida. Algo sobrenatural y
todopoderoso me obliga a seguir en él, sufriendo esas calamidades. Algo que
escapa a mi razonamiento lógico, a mis entendederas. Como si alguien me hubiese
embrujado. Como si ese piso tuviese vida propia y quisiera atraparme. De
pronto, me pregunto si tendrán algo que ver los niños que juegan inocentemente
al balón.