Hay un placer mundano en hacer
algo prohibido. Dicen por ahí que lo lícito no me es grato y lo prohibido
excita mi deseo. Hay algo provocador y atrayente en hacer algo prohibido. Como
cuando éramos niños y cogíamos una silla para alcanzar las golosinas del
estante más alto, a escondidas. Todos los adultos fuimos niños y quizá nos quede
remanente ese sentimiento de ser furtivos. Es excitante fumarse un cigarro en
un sitio en el que está prohibido. Es electrizante colarse en una fiesta privada,
echar fotos donde está prohibido, bailar donde no se puede o no está bien
visto. Cruzar con el semáforo en rojo. Meter cervezas de un pub en otro ante la
inocente pasividad del portero, ajeno a nuestra travesura. Enseñar la tarjeta
de estudiante para que te hagan descuento para entrar en los museos, cuando hace ya mucho que no eres
estudiante de ninguna universidad. Bañarte en la piscina comunitaria cuando no
hay nadie, a altas horas de la madrugada. Hay un placer clandestino en hacer
esas inocentes travesuras. Quizá haya una explicación científica para esto.
Para casi todo lo hay. Quizá sea la adrenalina. La culpa de todo no la tiene
Yoko Ono. La tienen las hormonas.
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