sábado, 19 de abril de 2014

PEQUEÑOS DELITOS

Hay un placer mundano en hacer algo prohibido. Dicen por ahí que lo lícito no me es grato y lo prohibido excita mi deseo. Hay algo provocador y atrayente en hacer algo prohibido. Como cuando éramos niños y cogíamos una silla para alcanzar las golosinas del estante más alto, a escondidas. Todos los adultos fuimos niños y quizá nos quede remanente ese sentimiento de ser furtivos. Es excitante fumarse un cigarro en un sitio en el que está prohibido. Es electrizante colarse en una fiesta privada, echar fotos donde está prohibido, bailar donde no se puede o no está bien visto. Cruzar con el semáforo en rojo. Meter cervezas de un pub en otro ante la inocente pasividad del portero, ajeno a nuestra travesura. Enseñar la tarjeta de estudiante para que te hagan descuento para entrar en  los museos, cuando hace ya mucho que no eres estudiante de ninguna universidad. Bañarte en la piscina comunitaria cuando no hay nadie, a altas horas de la madrugada. Hay un placer clandestino en hacer esas inocentes travesuras. Quizá haya una explicación científica para esto. Para casi todo lo hay. Quizá sea la adrenalina. La culpa de todo no la tiene Yoko Ono. La tienen las hormonas. 

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