Vivo en un bajo con los
consecuentes inconvenientes que eso acarrea. Han robado varias veces. De una
manera cutre. Nada de bandas organizadas de rumanos que asaltan chalés de lujo.
Que va. Mi casa es de lo más humilde. Casi no hay cosas de valor. Ni la tele es
de pantalla plana. Los muebles tienen mil años. Los cuadros son de los chinos.
Baratijas. Mi ordenador tiene siete años y el ventilador hace el mismo ruido
que un avión cuando va a despegar. Nada de valor, ya te digo. Pero aún así han
intentado robar varias veces. Ladrones de lo más vulgar. Gente que pasa por la
calle, ve una ventana abierta y mira dentro a ver si hay algo de valor. Ladrones
de poca monta. Los abogados lo llaman hurto; yo, que tengo una prodigiosa
moral, lo llamo robar. Enamorarse de lo ajeno. Tengo que tener mucho cuidado en
no dejar cosas cerca de la ventana, que es donde está el escritorio. Pero aún
así no me fio. Como fumo tengo que ventilar la habitación y eso conlleva dejar
la ventana abierta cuando no estoy. Una rejilla. Ya sé que hay rejas pero y si…
De
camino a comprar el pan me asalta la duda. Y si ellos, los que se enamoran de
lo ajeno, suben la persiana un poco, lo justo para meter algún objeto largo, un
palo o un alambre, y valiéndose de él intentan pescar mis humildes pertenencias.
Mis gafas de sol que me regalaron con una revista, mi móvil, o el portátil. O
lo que es aún peor, y si me roban el último libro de Murakami que me estoy
leyendo y está en la mesita, y ya nunca sabré como termina. Qué horror. Veo las
imágenes del hurto en mi casa tan nítidas que creo que ha sucedido en alguna
película que he visto. Pero sólo ha sucedido en mi imaginación. O no.
Me
ha entrado el pavor. Me vuelvo a medio camino, sin llegar a la panadería. No
puedo andar ni un centímetro más alejándome de mi casa. Lo primero que hago es
ir directamente a la ventana para asegurarme de pillarlos infraganti. Pero sólo
hay unos niños jugando cerca de la ventana con un balón. Inocentemente y ajenos
a mis malos presagios. Entro en la habitación. Todo está en su sitio. Respiro
aliviada. Mi paz dura poco. Oigo un grito. Debe ser mi compañera de piso. Me
acerco corriendo a su habitación. Está muy alterada. Cabrones, repite una y
otra vez. A mí no me han robado pero a ella sí. Un cargador que vale cinco
euros, una crema de manos del Mercadona, euro y medio el bote, y un pen drive
que valdrá cuatro euros. Total del valor en euros que han sustraído: diez euros
y medio. Arriesgarse para eso.
Pienso
en otras desventajas de vivir en un bajo, como las humedades de las paredes, la
poca luz, o la falta de intimidad y empiezo a pensar que quizá debería mudarme
a un piso más alto donde no tenga esos inconvenientes. Pero, de alguna manera,
me siento unida a ese piso. A los rezumaderos de sus paredes, a sus oscuras
cortinas, a tener todo el día la luz encendida. Algo sobrenatural y
todopoderoso me obliga a seguir en él, sufriendo esas calamidades. Algo que
escapa a mi razonamiento lógico, a mis entendederas. Como si alguien me hubiese
embrujado. Como si ese piso tuviese vida propia y quisiera atraparme. De
pronto, me pregunto si tendrán algo que ver los niños que juegan inocentemente
al balón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario