sábado, 10 de febrero de 2018

UN AÑO LUZ


UN AÑO LUZ

“Sólo he visto una pequeña parte del mundo”
Amaral.

El niño calculó con dificultad los años que Fernández llevaba metido en un aula. Al niño le pareció mucho tiempo porque Fernández había empezado 23 años antes de su nacimiento. El tiempo en la infancia se mide de otra manera o eso, al menos, pensó Ella. Un lustro puede ser un año luz y,  según el niño,  la luz era absorbida por los agujeros negros o eso, al menos, a duras penas entendió Ella en palabras que se le trastabillaban al niño. Al pequeño le costó hacer la sustracción pero, en cambio, le fascinaba el universo y los agujeros negros que eran como cementerios de planetas.

Fernández había estado casi cuatro lustros con una tiza en la mano pero no había perdido el entusiasmo y le seguía produciendo vértigo ponerse delante de los pupitres. El reto y la gran obra continuaban. El libro aún tenía muchas páginas en blanco. Por eso Fernández cada mañana se despertaba cinco minutos antes de que sonase el reloj, como había hecho durante 36 años. Se enfundaba unos vaqueros como cuando tenía 25 años y desayunaba un café cortado con una pizca de leche y sin azúcar mientras se quedaba mirando fijamente al microondas preguntándose con qué ecuación se resolvería el mal en el mundo. Fernández aún no había asimilado la retirada de la palestra y, casi sin pensarlo, seguía dirigiendo sus pasos, mochila al hombro, por el mismo camino que había recorrido las últimas 9.720 mañanas de su vida. Y es que Fernández era una persona con los hábitos arraigados a su vida como el musgo se  aferra a las piedras orientadas al norte.

Al niño no le salían las cuentas y pensó que Fernández llevaba más de 100 años dando clase. El niño hubiera querido darle un abrazo a su maestro y si el niño se lo hubiera dicho le habría hecho una cosquilla en el alma a Fernández. Ella hubiera querido pedirle al niño que calculase todas las sonrisas que el maestro les había regalado a sus alumnos, los ánimos y el consuelo que les ofreció, la alegría y el entusiasmo que les contagiaba, la paciencia cultivada con esmero, las miles de tediosas horas corrigiendo, las largas charlas con los padres, los caramelos que usó como refuerzo positivo y los disgustos que Fernández se llevó en muchas ocasiones. Miles de niños que pasaron por sus manos uno a uno y a los que acompañó durante 58.320 horas de su vida. Ni el niño ni Fernández ni Ella hubieran podido calcularlo. Las matemáticas tienen su límite para ciertas cosas intangibles que no pueden medirse ni explicarse, por mucho que le pesase a Fernández.

El niño se estremeció ante el cálculo y Ella… a Ella lo que realmente le hubiera gustado decirle a Fernández antes de que se perdiese por la avenida de los cipreses, lo que no tuvo valor para decirle delante del café, es que la vida está llena de posibilidades y que nunca es tarde para emprender un camino nuevo o trazar una nueva ruta en el mapa de la vida y probar frutas exóticas que nunca has saboreado. Nunca es tarde para hacer un curso de submarinismo y descubrir lo que se esconde sobre la superficie. Nunca es tarde para escribir las memorias de toda una vida delante de la platea y dejar esa herencia a los que vendrán, hijos y tal vez nietos, para que sepan quién fue Fernández realmente. Nunca es tarde para aprender un idioma nuevo, sanscrito o swahili. Nunca es tarde para escalar el Everest y hacer amigos budistas en Nepal. Nunca es tarde para aprender a hacer un gazpacho con su punto exacto de ajo o para que se te llenen los ojos de agua leyendo un poema de Ángel González. Nunca es tarde para coger el avión que te saca del letargo y del sueño eterno, abrir bien los ojos y descubrir paraísos en la Tierra, que se agazapan en las cosas más sencillas. Los placeres mundanos para almas sencillas a los que se refería Oscar Wilde.

A Ella le hubiese gustado que Fernández cogiese la vida por las solapas pero Fernández era un hombre de férreos hábitos y llevaba la imagen del niño impregnada en la retina. Fernández seguiría resolviendo integrales infinitesimales, cuidaría el jardín del que hablaba Voltaire y se seguiría despertando cinco minutos antes de que sonase el reloj; tomaría el mismo camino todas las mañana, mantendría a salvo a sus hijos y no dejaría de preguntarse mientras miraba fijamente el microondas: ¿Qué coño pinto yo en Nepal?

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