“La habitación de abajo” suena al subsuelo
del mundo. Al inframundo que se esconde bajo el felpudo. A lo que no encuentra
lugar en ningún lado. Como tú. A monstruos que crecen en sótanos donde la
humedad campa a sus anchas. “La habitación de abajo” se formó con sedimentos de
mi vida, año tras año, acumulando polvo en sus partes altas.
Asomo la cabeza por allí, de cuando en cuando,
y siempre que penetro en ese submundo me parece que los viajes en el tiempo
cohabitan con mi incurable síndrome de Diógenes. Los objetos más variopintos
pueblan las tinieblas conviviendo en plácida armonía unos con otros. No existe
en la habitación de abajo xenofobia ni miedo a lo diferente pues el origen de
cada pieza de coleccionista y anticuario compulsivo está en las antípodas de su
compañero de estantería.
No fueron arrojados a la basura por el apego
a las historias que esos objetos escondían en cada pliegue de su efímera vida. Y
por no olvidar yo lo efímero de la mía. Lo poco que dura todo. Economía de
mercado. Use y tire. La prima de riesgo se lo agradecerá algún día. Ni lo dude.
Esos objetos estrafalarios esperan y esperan.
Esperan lo mismo que yo. Ser llevados a un sitio que se parezca a la palabra
“hogar” y que se concatene con la palabra “permanente”. Palabras más que
imposibles en mi diccionario personal. Ellos esperan subir del escalafón de
“habitación de abajo”, descuidada y llena de polvo, al de un salón bien
iluminado en el que haya dispuestas estanterías de cedro y unas vaporosas cortinas color pastel. Es algo que
añoro pero de lo que he desistido por mi condición de nómada. Y, cueste lo que
cueste, tengo que aceptar mi naturaleza de trashumante en estado perpetuo de
vigilia.
Pasaré a numerar algunos de estos objetos,
por solventar la curiosidad ajena y por mi
tendencia al nudismo:
-Un puf de poliespán que encontré en la
puerta de la universidad de química. Desconozco que alojaba en su primitiva
vida. En su vida actual alberga libretas de mi pasado que no me atrevo a abrir
por miedo a encontrarme a otra que desconozca por completo.
-La pitillera que me regalaron y que nunca
usé porque no acostumbro a infundir
tanta enjundia a un hecho tan depravado en mi vida como fumar.
-La colección de posavasos de Forges de El
país. Forgendros. Me parto cada vez que leo uno.
-Un surtido muestrario de revistas Amateurs de cuando me hice
repartidora “no oficial” en Almería, venidas desde el mismísimo Lugo en
primicia. De los blogs a las calles.
-Piedras. Sí. Piedras de la playa. Ya ves tú
si no hay piedras en la playa. Pues a estas les tengo cariño.
-Estrellas de esas que brillan en la
oscuridad. No me atrevo a pegarlas en ningún sitio porque luego no se pueden
despegar. Y ahí estoy yo, esperando y esperando, a que algún día llegue ese
cielo estrellado antes de dormirme.
-Luego está la historia de toda una vida escuchando música. Mi walkman (aún funciona)
el discman (está roto, le entró arena de la playa) y un sinfín de mp3 que me
acompañaban fuera donde fuera y que todos murieron irremediablemente. No puedo
tirarlos aunque quiera, aunque estén rotos, aunque no sirvan para nada. Tienen
su lugar en el inframundo.
-Mención honorífica merece el diverso
instrumental de cuando me dio por pintar: lienzos, pinceles de todos los
tamaños, acuarela, oleo y pastel. Y un capricho que me permití: un muñeco
articulado de esos que se les cambia la postura y que fue mi juguetito mucho
tiempo. Aún lo adoro.
-Ocupa un lugar especial en “la habitación de
abajo” y en mi corazón, mi colección de cds (casi todos grabados y fotocopiadas
las carátulas, lo confieso) y la colección de libros que crecen bajo mis pies y
se enredan como la hiedra en mi pelo. Libros de dudosa procedencia. No puedo
aventurar de dónde salen tantos y cómo se reproducen sin mi consentimiento ni
en qué época yo leía eso.
La habitación de abajo es un lugar
maravilloso para un niño. Por algo es el lugar favorito de mi sobrino. Es
escuchar las palabras enlazadas de “Habitación-de-abajo” y da un respingo,
abandonando, ipso facto, cualquier juego que se traiga entre manos y me dice: -Tita,
voy contigo a la “habitación de arriba”. El pobre tiene un lío espectacular con
arriba y abajo. Y no es de extrañar, porque la susodicha “habitación de abajo”,
para más inri está arriba, no abajo.
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