La última lágrima pasó desapercibida porque
él iba con la atención puesta en el volante de un flamante y veloz Mercedes
blanco. De sus labios brotaban las palabras certeras como dardos y directas a
la diana del corazón. Era la última lágrima pero ella aún no lo sabía. Era
consciente de que vendrían lágrimas pero por otros motivos diferentes y en
otras circunstancias. Llorar en un Mercedes blanco tan pulcro rozaba la
paradoja y rebajaba la ostentación, en aquel viaje en la oscuridad de la noche
y con la luna cómodamente agazapada en el cielo.
Pensó que había llegado el momento de quitarse de encima el jersey de lana que llevaba en pleno agosto, aunque el aire acondicionado del Mercedes estuviese a 19 grados exactamente. Ese jersey la estaba asfixiando. Lo dudó pero llegó a la determinación de que prefería quitar el aire acondicionado y abrir la ventanilla para sentir el aire de la ciudad. Un aire renovado, no encapsulado. Sin el fastidioso jersey no era necesario el aire acondicionado. A veces las cosas son así de simples y nos negamos a verlas. La lógica aplastante se irguió por fin.
Mientras la aguja del cuentakilómetros marcaba los 50 kilómetros por hora, se quitó el jersey apagó el aire acondicionado y abrió hasta abajo del todo la ventanilla; todo en uno, sin vacilar, y en ese orden. Por fin respiró aliviada. Se había acabado la tortura. Con un poco de suerte esa noche dejaría de soñar con gusanos babeantes y asquerosos trepando por su piel.
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