El mundo se mueve a 365 revoluciones por año.
La Tierra gira cada día alrededor de su propio eje. El sol sale y se pone cada
24 horas. Hay alguien detrás de cada gesto cotidiano, detrás de cada ínfimo
movimiento de tus músculos. Hay un camarero que te pone la cerveza, un basurero
que recoge tus desechos, alguien da órdenes a una máquina que tricota el abrigo
que llevas puesto, el vaso donde mojas tus labios ha sido fabricado por alguien.
Alguien que piensa, como tú, que siente, que ríe y llora, con tragedias y
alegrías en su vida. Alguien como tú. Con dos ojos, una nariz, dos brazos, un
hígado y dos pulmones.
Entre una puesta de sol y otra todo se mueve
a velocidad de vértigo. El mundo lo mueven las manos de otros. Eso pesa. Pesa
demasiado sobre nuestras conciencias. Este es el sistema. Te guste o no. No hay
donde elegir. El mundo que te rodea, que tocas y hueles, está fabricado por
manos de obreros. Pero esas manos no saben cuanto poder tendrían si se juntasen,
sólo con atisbar que el engranaje de esta máquina, de este sistema, se iría al
traste con sólo dejar de mover un dedo.
Y me pregunto qué pieza de este complejo
engranaje soy yo, que máquina hago funcionar. A lo mejor mi sitio en el mundo
es ordenar palabras en mi cabeza, lanzarlas sobre los que mueven el engranaje y
encender una luz dentro de ellos. Sería bonito ser luciérnaga en mitad del
bosque o faro en mitad del océano.
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