El hombre azul miró de nuevo el
escalón gris y recordó aquel tango de su juventud. El hombre vestido
impolutamente de azul nunca supo vivir
parado ni trepar hacia el último escalón. Las barreras grises que habían levantado
los demás hombres no eran tan grandes como la jaula de cemento que construyó él
solo, con sus manos y sin sus pies. “Maldito escalón” masculló. Y una sonrisa
redonda iluminó, como un rayo de luz, el asfalto gris. El niño de la cara sucia
miró el escalón, luego al anciano y, de nuevo, el escalón. El niño, con sus
manos y con sus pies, levantó un puente blanco que cruzaron juntos.
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