Si cogemos una conjunción copulativa y la
unimos a una subordinada condicional obtenemos un lugar común por el que hemos
transitado todos antes o después. Nos ha producido un dolor de cabeza
perentorio que ni con ibuprofeno y una desazón latente que ni con prozac. Me
refiero al espeluznante “y si”. Amigo íntimo en todas nuestras catástrofes
vitales.
Están los “y si” temporales. “Y si me hubiese
levantado cinco minutos antes” o el contrario “y si me hubiera demorado a
comprar el periódico”. O el que en el último momento pierde ese avión que nunca llega a su destino. El “y si
hubiera torcido en aquella calle en lugar de tomar la avenida, ¿me lo hubiera
encontrado?”. “Y si hubiera llevado el cinturón de seguridad” o “y si me
hubiera apeado tres paradas antes”
Luego están los “y si” sentimentales. “Y si
no le hubiera dicho aquello”. “Y si la hubiera llamado”. “Y si nos hubiésemos
quedado solos”. “Y si le hubiera pedido tiempo”. “Y si hubiera salido corriendo”.
“Y si la hubiera esperado”. “Y si no hubiese sido tan exigente”
Y es que los estragos tienen su momento
justo, ni antes ni después. Hay un “y si” para cada desastre emocional. Un “y
si” que nos adentra en un laberinto lleno de trampas, de posibles caminos no
tomados que nos retuercen por dentro. La casualidad teje telas de araña que
están más allá de nuestro razonamiento. Están los que creen en el destino y los
que crean su propio destino.
Vivir en el “y si” es vivir en el desasosiego
y en la culpa, para nada saludables. Las cosas suceden y punto. Tomamos nota,
aprendemos y continuamos. No es bueno demorarse en el “y si”. A cada paso, por
trivial que sea, se bifurcan los caminos. Cada día tomamos cientos de
minúsculas decisiones que definen nuestro presente y futuro y preguntarse “y si”
es como preguntarse por qué sopla el viento, por qué erupcionan los volcanes o
por qué esa tormenta en verano.