Los días nublados y amenazantes
cojo por la vereda de las acacias y allí se recorta el cielo entre los árboles.
Es tranquilizadora esa imagen. Luego subo las escaleras y me dirijo a la plaza
de la Concordia. Esa plaza dura y seca. Sin árboles y, la mayoría de las veces,
sin gente. Ese espacio amplio y diáfano salpicado de farolas y bancos me deja
muda como el cielo. Allí miro las nubes y es espectacular. Me quedo pasmada.
Surcan el cielo algunos pájaros pero no sabría decirte de qué especie. Me
gustaría preguntárselo al hombre que le da cuerda al mundo pero él aparece
siempre cuando menos me lo espero. Nunca puedo llamarlo cuando tengo una
pregunta que sé que él me resolvería en un abrir y cerrar de ojos. Quizá sea
mejor así. Que aparezca de improviso y todo sea una fiesta.
También arremete contra mí esos
días un dolor agudo en el tobillo izquierdo. Desde que tuve el accidente no
deja de dolerme en estos días turbios. El dolor también es silencio mudo. Dios
me castiga con sus nubes negras, su silencio ensordecedor y el suplicio de
arrastrarme cojeando por la plaza de la Concordia. En mi tobillo se entrelazan
en una amalgama los hierros, el titanio y el aluminio junto con los tendones y
músculos. Menos mal que los pájaros sobrevuelan por encima de mi cabeza y ellos
no son mudos.
Hoy hace uno de esos días tan
inquietante en la ciudad del viento y amenaza tormentas toda la semana. Podrán
soportar mis hombros todo el peso del cielo, me pregunto. Podrá soportar mi
mente todo ese silencio de un Dios tan cobarde. Trato de tranquilizar todo este
desasosiego escuchando a Bach. Empieza a chispear. Se esfuma poco a poco con
las primeras gotas el silencio de Dios.
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