Cuando amonestaba a un niño la
mayor parte de las veces bajaban la mirada. No se atrevían a mirarme a los
ojos. Me di cuenta que siempre era así. Creo que esa cercanía cara a cara los
hacía vulnerables y el gallito arropado por la manada se convertía en un
corderito.
Pero Él no actuó así. A Él lo
cogí a solas como hacía con los demás. Le puse los puntos sobre las íes con voz
serena y firme y con toda la asertividad de la que era capaz. Él me miró en
silencio. Me sostuvo la mirada durante no sé cuánto tiempo. Segundos, minutos,
no lo sé. Se me hizo eterno. Me miraba con esa mirada limpia que sólo tienen
los niños. Me quedé abrumada y perpleja. Me miró y yo penetré en sus ojos como
en el agujero negro que hay en el centro de la Vía Lactea. No me digas porqué
pensé eso pero sus ojos estaban gritando y juzgándome a la vez. Era una mirada
tan llena de inocencia y calma que me hizo temblar. Sus ojos me suplicaban y me
perdonaban la vida tras el juicio.
Creo que esa mirada me salvó
aquel día de un mal augurio o de mi propia muerte. Sus ojos eran mis mismos
ojos veintitrés años atrás. Cuando lo descubrí un escalofrío recorrió mi
espalda.
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