Recuerdo que aquel día decidí
olvidar los auriculares. Quería escuchar el latido de la ciudad y el sonido de
mis pensamientos. Quería obsequiarme con un concierto de silencio. Hacía tanto
que no escuchaba el silencio. La idea había nacido de “El planeta libre” y
germinó en mí. Cuando escuché su voz, esa voz que quebró el silencio y me dejó
estaqueada en mitad de la calle como si un rayo se hubiese abalanzado sobre mí,
me pregunté de dónde habría salido esa criatura celestial, cómo había llegado a
mí y por qué era yo tan afortunada.
Su casa era el mar, su colchón
las nubes y, las aves que surcaban el cielo, su familia. Creo que personificaba la idea que yo poseía de libertad. Dime,
¿quién no ha caído enamorada escuchando tocar a un músico? Él era libre y yo
estaba atada al mundo. A las ínfimas trivialidades que tiene el mundo. El sol y
el mar me recordaban su libertad y mis cadenas. Le miré a sus ojos color sal y
buceé en ellos en un breve instante infinito.
No entendía una sola palabra del
idioma en el que cantaba pero cada sonido, cada palabra, cada diptongo, cada
nota y cada sílaba hablaban de mí y de cómo me sentía.
No sé si se puede encontrar a
Dios en el silencio. . Lo que sí sé es que sonaba a Dios, si es que Dios
existe.
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