Mientras pensaba cuanto tiempo me llevaría abrochar los nueve
botones de mi precioso abrigo nuevo de paño, mi padre no parpadeaba viendo la
copla. De una cosa me iba a otra y me
encuentro pensando en los genes, esos que compartimos mi padre y yo, que yo la
copla ni muerta, pero son casi dos generaciones, moco de pavo. Y cada uno en su
campo de batalla pero compartiendo la pasión por la música. Y como si sacase
cosas inservibles de una cajonera, van viniendo a mis manos pensamientos
entrelazados uno tras otro. Mi padre escuchando un programa de rock en la radio
esta mañana, que me he quedado helada, que mi padre es más de copla. Y del
hielo me voy a la nieve que está al acecho y luego vuelvo a los diecisiete
segundos que tardo en abrocharme el abrigo negro. Negro, como el tatuaje en el
dedo de esa persona misteriosa, un anillo para toda la vida, una alianza con la
vida. Me imagino que es un tipo duro porque ha estado en varias guerras pero
fuma nobel y todos sabemos que no es de tipos duros fumar nobel, si me dices
winston bueno, pero nobel. Luego me doy cuenta que el hombre de la barra no me
quita ojo. Y pienso en todos esos hombres con diez años más que yo,
generalmente divorciados, a los que les pareceré inalcanzable, como las
estrellas del firmamento. Inalcanzables, como esos muchachos a los que les saco
diez años, que no saben ni que existo. Ellos se conforman con mirarme. Yo me
conformo con mirarlos. Todos nos conformamos. Abrocha botones. Desabrocha
botones. Diecisiete segundos. Abre cajoneras. Cierra cajoneras.
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