La primera vez que a vi a J
llegaba de un largo viaje y arrastraba
pesadas maletas llenas de pasado. Eso no me importó mucho, de todas formas yo
tenía el cuerpo cosido de cicatrices invisibles. J hizo como que no veía las
cicatrices y yo subí las maletas al altillo e hice como que me olvidaba que
existían. Luego vinieron sus monstruos internos y mis eternas pesadillas. En la
espesura de la noche todo empeoraba. Ni su ron con coca cola ni mis sempiternos
cigarrillos pudieron evitar la catástrofe. Las paredes del dormitorio
destilaban carmín rojo y en el baño había pelos por todos lados.
El día que J me dijo adiós y se
subió a su Volkswagen azul oscuro casi negro no le pude ver los ojos, ocultos
tras sus gafas de sol, a pesar de que estaba nublado. Dijo en voz baja y como
para él mismo:
-Si me subo a ese coche no vuelvo
nunca más.
Mi cara se quedó color ocre, como
la tapicería de cuero del Volkswagen de J y no supe que decir. Quería decirle
que no quedaba un puto sitio en mi cuerpo para más cicatrices, que me habían
recomendado unas pastillas para las pesadillas, que sus monstruos nos los
podíamos almorzar con una buena boloñesa y que quedaba un poco de hielo en el
congelador para hablarlo todo delante de un ron. Pero no me salieron las
palabras, me pasa a veces, que se me cuelan las palabras tan adentro que acaban
por pudrirse en el fondo de mi garganta.
J me miró por última vez, como
esperando una respuesta, yo sólo veía mis ojos reflejados en las lentes de
espejo de sus gafas de sol. Escupió a un lado y dijo:
-De haberlo sabido…
Dejó la frase sin terminar,
suspendida en el aire como una araña.
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