La decepción me sabe amarga, como
una tarde de domingo. Me recuerda las cicatrices, los anhelos y las despedidas.
Me huele a página en blanco, a flores de cementerio, a colirio de ojos. Me sabe
a estupidez y a derrota. Me huele a pegamento del barato, del que lo pega todo
y luego no pega nada. Me desalienta, me hunde, me embriaga como un perfume
barato. Como el perfume barato que uso. Me recuerda los días de viento. Me sabe
a pasado negro y a futuro vacío. Me entristece. Me fustiga. Me amarga. Me
mancha. Me hiere. Me mata lentamente. Acaba con mi más preciado tesoro, mi
sonrisa. Me llena de desasosiego. Me hace planteármelo todo desde una
perspectiva perversa. Me vacía de ilusión. Me ennegrece. Me detiene en la
frontera. Es más, hace que piense que hay una frontera. Me sabe a agua salada.
Me hace olvidar la magia que sé que existe y que tantas veces he tocado con la
punta de los dedos. Me lastima. Me pulveriza. Me convierte en ceniza. Me hace
callar. Me habla en susurros. Se me mete dentro con la intención de destruirlo
todo. Me coloniza como un monstruo que duerme en mí y cobra vida. Me maltrata y
me araña. Y todo porque yo la dejo entrar. No sé por dónde se mete pero se mete
muy adentro, en mis entrañas.
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