En aquella época estábamos vivos
pero no sabíamos que existíamos. En aquella época éramos libres, tan libres y
tan vivos como sólo lo son los ríos, el mar o los pájaros. Las noticias nunca
nos estropeaban el día. Lo más que veíamos eran los Simpsons o algunos animales
salvajes de algún documental. Tan salvajes como nosotros, como nuestra libertad
o como el mar; tan salvajes como nuestra felicidad.
En aquella época el salón era un
hervidero de gente que iba y venía. Gente de paso. Transeúntes de nuestras vidas. Los libros nos crecían por las piernas y
trepaban como enredaderas cubriendo toda la casa. Llegaban a nosotros sin saber
cómo. El trasiego de gente y de libros era algo habitual en nuestro salón junto
con las fieras de los documentales.
En aquella época las confidencias
a altas horas de la madrugada eran habituales; tan habituales como el jengibre,
el limón y el cilantro en nuestro frigorífico. Cada día improvisábamos una
nueva receta y hacíamos competiciones culinarias. Ni en el Bulli se comía mejor
que en nuestra casa.
Hablábamos dos idiomas y nos
entendíamos en el idioma universal de las emociones. Reíamos cada tres palabras
y la cuarta era una ironía para hacer saltar la risa. Hicimos de esa casa algo
parecido a un hogar ocupado por desconocidos que compartían la comida,
experiencias, risas, confidencias y palabras en dos idiomas. Un extraño hogar;
sin niños, sin padre y madre.
En aquella época las primeras
palabras que escuchaba al levantarme eran: ¿Estás bien? Y claro que lo estaba,
nunca he estado mejor en mi vida. Yo escribía sin parar. Todo era motivo de
inspiración. Reciclábamos el plástico, los tapones, el vidrio, el papel y creo
que hasta estuvimos a punto de crear la patente de reciclar el aire que
respirábamos. La casa siempre olía a incienso, un olor que hacía juego con los
cubresofás de motivos hindúes del salón.
En aquella época el lunes era una
fiesta y el miércoles también. No teníamos que esperar al fin de semana.
Hablábamos de literatura, de metafísica, de Dios y de las extrañas costumbres
de los hombres del mundo al que no pertenecíamos, disidentes como éramos. Una
vez por semana nuestra casa se convertía como por arte de magia en local de
ensayo de una banda y disfrutábamos de música en directo y patatas fritas.
Música. Si algo no faltaba en aquella casa era la música. Ritmos latinos,
indies y punkis. Mucho rock. Pura diversidad que rezumaba por toda la casa.
Era extraño que escucháramos el
mar estando tan lejos de la playa, pero os juro que el ruido de los motores de
los coches que pasaban por la calle era como el de las olas del mar al ir a
morir a la orilla. Compartíamos la casa con un felino que cazaba mientras todos
dormíamos. Cuando llegamos teníamos el corazón roto y a base de jengibre y
cilantro fue cicatrizando.
En aquella época me daba la
sensación que vivíamos en un equilibrio inestable; que con cualquiera mínima
alteración a nuestro alrededor todo se iría al traste. Yo sabía que esto no
podía durar eternamente pero me aferraba al presente como a un madero en mitad
de un Tsunami. Supongo que éramos felices pero no sabría decirte si éramos
conscientes de ello.
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