S conducía siempre muy despacio.
Ponía mucho cuidado en que no se le hiciese de noche porque había menos
visibilidad. Si llovía no cogía el coche
y tomaba siempre las mismas rutas porque si no se perdía. No se orientaba
bien y se hacía un lío con los mapas.
Mark se aprendió todas las
carreteras y todos los atajos nada más llegar a la ciudad. Conducía raudo como
un antílope. S dejó de conducir el coche. Los dos preferían que condujera Mark
porque tenía mucha más habilidad al volante, sabía bastante de mecánica y unía
dos puntos de la ciudad por el camino más corto.
Cuando se les hacía de noche Mark
se concentraba en la conducción y S de copiloto, veía todas esas luces viniendo
hacia ellos directas. Sabía que un solo fallo y se acabarían de repente Mark y
S, las playas, la habilidad de S para preparar la pasta y la torpeza de Mark
rellenando impresos.
A Mark siempre lo acompañaba al
coche: S, una lata de cerveza y un porro. Menos mal que Mark nunca le prestaba
atención alguna al móvil, pensaba S. S le leía a Mark por la noche en el salón
del exiguo apartamento trozos de sus libros favoritos. A Mark le gustaba que le leyese porque por él
mismo era incapaz de coger un libro. Si el viejo coche los dejaba tirados, Mark
abría la capota, se echaba el flequillo hacia atrás y empezaba a tocar aquí y
allá, llenando sus robustas manos de grasa. Mientras tanto S se fumaba un
cigarro, bien callada, mirándolo fijamente con sus preciosos ojos verde
esmeralda, esperando que, como por arte de magia, se obrase el milagro. Y el
milagro, tarde o pronto, se obraba ante la mirada estupefacta de S, que no
podía dejar de mostrar su admiración. Mark era el más habilidoso de los
conductores suicidas y S su más preciado talismán verde esmeralda. Con ella al
lado la suerte estaba de su lado.
Mark cogió el coche una tarde
para una acudir a una entrevista de trabajo al otro lado de la ciudad.
Telefoneo a la oficina de S y le comunicó la buena noticia. Acto seguido se fue
al bar más próximo para celebrarlo. Para cuando pensó en ir a encontrarse con S
ya estaba borracho y olvidó que el mejor atajo estaba en obras. Todo debió
haber ocurrido en un segundo, la noche cerrada, el mal estado de la carretera,
un adelantamiento imprudente, la falta de reflejos de un Mark ebrio, el camión
que Mark no vio debido a una excesiva velocidad y la mala suerte del lado de
Mark. Todo acabó para el más hábil de los conductores suicidas en décimas de
segundo. S no quiso ver el cadáver. Encontraron en el coche una bolsita de
marihuana y una lata de cerveza. El seguro no se hizo cargo del siniestro.
S recordaba la sonrisa de Mark,
congelada en el tiempo, diciéndole, mientras le guiñaba el ojo izquierdo:
-Nena, no tengas miedo. Vas con
el mejor conductor de Fórmula 1 del mundo.
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