¿A qué jugamos? Dice sonriendo
mientras muestra los dos hoyuelos que se le hacen en la cara. Te voy a hacer un
avión supersónico. Pero es supersónico. Llegará muy lejos. Él prepara el avión
con una servilleta del bar y le dice cuando está acabado ¿estás preparado? Y el
niño mira con los ojos muy abiertos. Él hace como que lanza el avión pero no lo
lanza y el niño dice: no lo veo, dónde está. Todos, cómplices del juego,
decimos: va por allí, ¿no lo ves? Cerca del letrero del super. No lo veo, dice
algo decepcionado. Cariño, ya se ha caído. Y el niño se queda satisfecho.
Engañado sin ser consciente. Qué fácil es engañar a un niño. Hazme otro primo. Otro supersónico, como el
de antes. Y yo me quedo pensando en mi misma. La inocencia de una niña.
Intacta. Qué fácil ser engañada. Inocencia no sepultada entre los escombros de
un pasado tenebroso, entre la piel oscurecida de las cicatrices que no cierran.
Qué bien que la piel esté suave, no
encallecida por las derrotas del corazón, por lo que pasa mientras tú no estás,
en tu ausencia, cuando la casa está sola y desolada y entran los ladrones por
la puerta falsa. Qué bien ver aviones supersónicos donde los demás sólo ven servilletas para
limpiarse el aceite que chorrea por la barbilla.
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