Esa mañana Ambrosio se levantó como cada mañana, acunado por las zarpas
de la rutina. Ambrosio tenía un trabajo de esos que llaman a jornada completa. Trabajaba
entre montañas de papeles cuya literatura era tan espesa como aburrida, llena
de términos políticos o burocráticos, de esos que nadie entiende y que se
escriben precisamente con esa finalidad. Ambrosio vivía en medio de una suerte
caótica de formularios idénticos, nombre, apellidos y toda esa retahíla de
datos que uno necesita para identificarse como ser autónomo y civilizado.
Aquel día Ambrosio temió lo que
temía todos los días: la pérdida. La pérdida de la sonrisa, la pérdida de la
esperanza, la pérdida de la última ancla que le unía a su precaria vida.
Ambrosio siempre decía que él nunca eligió su vida, por una suerte de extrañas
circunstancias cayó en el cargo que ocupaba, sin comérselo ni bebérselo. Sin
tan siquiera desearlo. Su vida lo había elegido a él. Él no pudo quejarse, ni
protestar. Le tocó. Así es la vida. Así le ocurrió a Ambrosio .Así le ocurre a
muchos como Ambrosio.
Aquella mañana de otoño todo hacía parecer que sería una mañana
cualquiera. Ambrosio soltó la soledad que abrazaba durante la noche y empezó el
día con la rutina diaria del aseo, afeitarse con parsimonia, con su brocha,
como le enseñó su padre, una maquinilla antigua, enteramente metálica. El café,
muy caliente, con una pizca de leche y sin azúcar. Sacó el traje del armario,
el gris, su favorito, intuyendo ya algo que hasta mucho después no supo. Cogió
su anacrónico maletín de cuero negro, gastado por las esquinas, algo
descolorido y agrietado, la pieza de sus enseres que más amaba, esa pieza que
se le hacía tan necesaria para llevar a cabo su rutina diaria. Sintió el
volante frío de su coche, un Ford negro, algo rayado, y que también resentía en
su carrocería el paso inextinguible del tiempo, pero impoluto en su limpieza
interior. En la pulcritud de sus pertenencias Ambrosio era muy estricto, casi
como un coronel de la marina. Esa mañana nada pudo revelarle, en la costumbre
diaria, que algo que le cambiaría la vida iba a sucederle.
Dejó su maletín sobre la silla con pulcro cuidado, se sentó en su
sillón de cuero, y entrelazó sus manos sobre la mesa, a la espera de cartas,
sobres y rutinarios formularios; sellar, firmar, rellenar, visar, lo de
siempre. Pero algo le llamó la atención sobre el orden pulcro de su mesa, que
cada día dejaba ordenada con gran pericia.
Un sobre de cartón yacía en su mesa, sobre el que había escrito: “Para
el concurso de relatos Julio Cortázar”. No sabe Ambrosio porqué fue pero le
inspiraron una extraña ternura esos trazos nerviosos y rápidos en rotulador
negro, esa otra presencia desde lejos rellenando con prisa un sobre para un
concurso que ya había sido fallado hacía meses. Lo normal en estos casos era
tirarlo a la basura, era lo que se solía hacer, burocracia rutinaria, si está
fuera de plazo a la trituradora. Tomó entre sus manos el sobre y lo sostuvo
allí, en el aire, unos instantes. Ambrosio era bien dado a la metodología que
exigían las reglas, pero esta vez estuvo sopesándoselo un rato. Una fuerza
interna empujada por la ternura que le suscitó el sobre de cartón sin remitente
le obligó a tomar entre los dedos la solapa del cierre y a rasgar
cuidadosamente hasta que cedió. Sacó dos folios escritos a ordenador, arial,
tamaño doce, por una sola cara, tal como se detallaba en las bases del
concurso. Adjuntabase un sobre cerrado, garabateado con pilot y también con
prisa: datos personales. Esa prisa le supo a
Ambrosio amarga, él era tan pulcro y relamido que la prisa del remitente
le sonsacó una sonrisa estéril, de lástima, casi de incomprensión . La misma
que le suscitaban las cosas que nunca llegan a término porque sus despistados
obradores no eran cuidadosos con sus trabajos: la cuchara de un restaurant de
nouvelle coisine en un menú sólo de tenedor, el décimo de lotería premiado con
el reintegro y olvidado en alguna chaqueta poco usada y encontrado cuando ya
había caducado, la pasta de dientes que se desperdicia en el fondo del envase porque
su dueño no la empuja desde abajo . Ese tipo de despropósitos cotidianos.
Se dispuso, con ansiosa curiosidad, a leer el relato de esa despistada
criatura que venía del otro mundo. Comenzó con aquella sonrisa estéril y
terminó con un helado rigor mortis en la faz de la cara escrito. Le heló la
sangre leer su vida allí impresa, con pelos y señales, su soledad, su pulcritud
diaria en cada uno sus quehaceres, su fiel compañera, la rutina, su inexpugnable
dependencia de ella, sus miedos más
ocultos, sus yos más íntimos. Aquella criatura, desde una tierra tan lejana,
había profetizado su vida, y eso fue lo que le cortó la respiración. Se supo
susceptible a esos ojos ajenos y distantes, soltó un largo suspiro que fue más
el quejido que expiraba su alma ante esta broma del destino. Una lágrima fácil
rodó por sus mejillas. Con la torpeza instalada en los dedos trató de abrir el
sobre con los datos de aquel ser tan enigmático que le había enviado un mensaje
divino en forma de relato pasado de plazo.
“Buenos días, Ambrosio”, la voz chillona de su secretaria le sorprendió
en plena faena. Entró contoneándose, como siempre, como si quisiera seducirlo a
cada paso. “¿Ha visto el sobre que le dejé sobre la mesa? Llegó esta mañana,
dudé en tirarlo directamente, ya sabe, las normas, pero no quise hacerlo
sin su consentimiento. Está bastante pasado de plazo ¿no?”. Y soltó una
carcajada sarcástica que a Ambrosio le dolió como una patada en pleno costado.
Casi no podía ni hablar debido al dolor remanente. Había usado un énfasis fuera
de lugar en la palabra normas, y Ambrosio sabía porqué. Odiaba a ese espécimen
con los labios tan pintados y esas medias de red. La odiaba desde el primer día
que entró por la puerta con aquel escote tan provocador. Ambrosio no soportaba
a este tipo de hembras exhuberantes que exhalan perfumes baratos. Le resultaba
grotesca su falta de naturalidad, la asesinaba con esa profusión de adornos
superfluos. Llevaba años, ya no recordaba cuantos, soportando sus bromas
estúpidas y sus miradas por encima del hombro. Sabía de sus chistes fáciles
sobre él con el resto de la plantilla, a escondidas siempre de Ambrosio. Le
odiaban porque nunca entró a formar parte del “grupo”, porque él era diferente.
No quiso someterse a las reglas del “grupo”, a ese alterne banal con los
“amigos”, y ellos no soportaban este desdén. Claro que Ambrosio nunca se
enfrentó a ellos, se hacía el ruso, como que no se daba cuenta de nada, pero lo
sabía todo. No necesitaba escuchar sus aburridas conversaciones en torno a los
chismes cotidianos, le bastaba con sus miradas despreciativas o los largos
silencios cuando los sorprendía en plena charla.
“Si, si, ya lo sé, no sé, claro,
si, supongo, lo tiraré”, titubeó Ambrosio, nervioso, casi violento,
recuperándose de la patada. La estúpida secretaria captó en la imperturbable
faz de Ambrosio algo extraño, pero calló, no hizo comentario alguno, prefirió
guardárselo para la hora del café con “el grupo”. “Si me necesita ...” y se
volvió dejando tras de sí el rastro del pachulí que se había puesto aquella
mañana.
Profundamente azorado Ambrosio se quedó con la calma que le
proporcionaba la soledad, aislado del mundo exterior. Se dispuso a rasgar el
segundo sobre pero no pudo, se sintió aturdido. La ofuscación lo sometió, y
salió a tomar el café de media mañana, dejando tras de sí la sonrisa obscena de
su secretaria y sus secuaces, porque no eran aún las diez en punto, hora exacta
en la que Ambrosio salía. Le llamaban “madre superiora” porque el hábito era
indispensable y necesario en su vida, quizá más que el aire y la comida.
Aquello divirtió al resto de la plantilla, que lo miraron extrañados, se reían
de él a sus espaldas, el hombre de acero, era otro de sus ocultos apelativos,
pero Ambrosio lo sabía todo desde hacía tiempo y no le importaba ninguno de
aquellos mamarrachos ni un ápice. Él era como era, gris pero no imbécil, como
ellos.
“Ey, Ambrosio, hoy no han cambiado la hora, ¿no? ¿o se te ha estropeado
el reloj?” Lucas, el más descarado entre los tontos tuvo que hacer su sarcástico
comentario. Ambrosio ni se detuvo a contestar, salió disparado a tomar el aire
fresco de la calle que tan necesario se le hacía.
Llegó exhausto a la cafería de la esquina, la de siempre. Tomó asiento
en la barra y antes de que el servil camarero se le adelantara, pues conocía
perfectamente las costumbres de Ambrosio y ya se disponía a servirle el café,
muy caliente, con una pizca de leche y sin azúcar, pudo lanzar al aire “Buenos días, un coñac”.
El camarero no salió de su asombro pero no rechistó y le puso la copa. Junto a
él, en la barra, había una señora muy guapa, con una exquisitez que le llegaba
de su perfume y su atuendo sobrio pero elegante. Era una mujer entrada en años
pero no trataba de disimularlo, lo exhibía en su maquillaje escueto y su
austera indumentaria, traje de chaqueta negro. La miró de soslayo, tomaba un
café y fumaba cigarrillos negros mientras ojeaba el periódico de la mañana,
algo que también entraba en la rutina diaria del desayuno de Ambrosio y de lo
que hoy no le importaba prescindir. No pertenecía a los clientes habituales de
la cafetería y eso, en un día tan extraño, como el que se le estaba
componiendo, le gustó.
No pudo aguantar más el silencio. “Benigno, si te cuento lo que me ha
pasado hoy no te lo vas a creer” esbozó mientras daba un largo trago a su copa
de coñac que le rasgó la garganta pero le aplacó el nervio interno que le
quemaba por dentro. Una confesión como ésta en una persona tan reservada como
Ambrosio le pareció a Benigno tan extraña que lo dejó aturdido unos segundos
antes de contestar. “A juzgar por el trago que le ha dado a su copa un hombre
abstemio diría que bien extraño debe de ser”. Ambrosio sabía de sobra que si
había una persona en el mundo al que hoy pudiera confesarse, ése era Benigno,
su fiel camarero de cafés de toda una vida, y sin rechistar ni hacer bromas de
su relamida puntualidad a la hora de desayunar “Si, Benigno, hoy me ha pasado
algo increíble, una persona que desconozco sabe mi vida”. “En este mundo nada
se puede ocultar, ¿más café señorita?” y el filósofo Benigno se volvió a la
enigmática mujer sentada a pocos centímetros de Ambrosio. “Si, pero la mía no
puede saberla nadie porque yo no se la he contado a nadie”. “A veces no hace
falta contar las vidas, la mayoría de las veces sobran las palabras. Además a
mí ahora me la estás contando.”La mujer no pasaba la página de los titulares
internacionales pero ninguno de los dos se percató de ello. A Ambrosio, en
otras circunstancias le hubiera cohibido una presencia ajena escuchando, pero
hoy no le importaba demasiado y le era de gran agrado su sumisa estampa. “Si,
pero esto sólo es un ápice de mi vida, tú no puedes conocer mi vida entera” “De
ápices están las vidas llenas, de ápices y de retazos, si trabajaras detrás de
una barra, lo sabrías.” Benigno se paró en seco calculando algo que estaba a
punto de decir, “Dime una cosa, Ambrosio, ¿cuántos años llevo poniéndote el
café?” Ambrosio dio otro sorbo aún más largo a su copa antes de responder. “No
lo sé, muchos, supongo”. “Pues sólo con ese detalle puedo saber de tu vida
tanto como tú de la mía” Ambrosio calló y se reburizó como hacía años que no lo
hacía, como un adolescente. Compartieron el consiguiente silencio entre los
tres, cómplices de algo superior que ni ellos mismos podían explicar, sumidos
en la contemplación de los itinerarios enrevesados del destino que hacen que un
día cualquiera las cosas no sean como siempre. Y a ninguno se le hizo molesto ese
silencio que abre una puerta entre desconocidos, cada cual ensimismado en sus
propias cavilaciones.
Ambrosio pagó sin cruzar ni una palabra más y trató de digerir la
conversación que había tenido lugar. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. A
medio camino la desconocida se volvió un segundo, levantó los ojos de su
periódico y le espetó. “Hable con ella, dele las gracias” Ambrosio se quedó
pasmado, una vez más, si esto ya le era posible, puesto que la extrañeza se
había instalado en su vida dando de lado a la costumbre. La belleza y el arrojo
de aquella señora le dejaron estupefacto y aún algo confuso por todos los
acontecimientos acaecidos. No acertó a responderle nada y salió a la calle.
Sintió hasta extraño el sillón de cuero de toda una vida, gastado por
los años. Ahora, algo más tranquilo pero igualmente ofuscado por las
circunstancias, se atrevió a rasgar el sobre, mucho más pequeño, de los datos personales, la tarea que dejó
aplazada, algo que nunca había hecho en su vida. Allí estaban todos los datos
escritos a ordenador, arial, tamaño doce, escuetos, nombre, apellidos,
dirección, con el estricto orden que tanto adoraba Ambrosio. Y ahora si le
salió del alma una amplia sonrisa de satisfacción. También había un número de
teléfono, en ese dato se le encasquillaron los ojos. Lo memorizó en seguida.
Marcó el número con los dedos, trémulos aún, casi sin pensarlo un
segundo más, no dejando paso a la duda que le acechaba. Suenan los esperados
tonos, un sudor frió recorre su sien, aún no ha pensado que le dirá, tratará de
improvisar algo. “¿Si?” una aterciopelada voz femenina le responde desde el
otro lado. “Buenos días, ¿ha mandado usted un cuento al concurso de relato
breve Julio Cortázar” “Si, la semana pasada” La voz denota un nerviosismo
también que tranquiliza un poco al estremecido Ambrosio. “Verá, quería
comunicarle que se ha equivocado de plazo, el concurso ya ha sido fallado” “No
me diga” La voz ahora apunta una decepción imposible de ocultar. Ambrosio se precipita
a tratar de calmarla “Pero hay una próxima convocatoria para Mayo. Aunque no es
lo habitual yo podría guardárselo en una cajita y aquí se queda para participar
en la siguiente. Nos tomamos los relatos muy en serio. He leído el suyo y me ha
gustado mucho” “¡No me diga!” Ahora la voz revela una sorpresa imposible de
ocultar, esto anima mucho a Ambrosio. La inseguridad de la persona al otro lado
de la línea le produce la misma ternura que los trazos nerviosos garabateados
en el cartón. “Si, he de comunicarle que nuestro concurso tiene gran prestigio,
participan autores de todas las nacionalidades en habla hispana, y el premio
consiste en la publicación de la obra más una suntuosa cantidad en metálico.
Tenemos incluso un accésit que sólo
consiste en la publicación.” “Para mí ese sería el único y verdadero premio”
Ahora la voz está más tranquila y se ha animado a hablar un poco más. “Nos
alegra mucho que la gente escriba y cuente historias tan fabulosas como la
suya” “¿Fabulosa? Muchas gracias” “No es un cumplido, señorita, realmente
debería usted seguir escribiendo” “No es fácil, ya sabe, el tiempo siempre por
delante y por detrás, el tiempo pasando insoslayablemente, pisándote los
talones y mordiéndote los tobillos y nada llega a su fin. Todo es un volver a
empezar, cada día, cada segundo. No se hace una idea de lo pronto que es
demasiado tarde. Le agradezco profundamente esta llamada, para mí es como una
señal ¿sabe?” “Si, claro, claro que lo sé” Se hizo un breve silencio en la
línea. “Comprendo su consternación, el suyo es un trabajo solitario e invisible,
pero aquí ha llegado y yo le aseguro que se lo guardaré para la próxima
convocatoria, si usted lo desea, claro. A Ambrosio le asombraba la capacidad
con la que se estaba desenvolviendo en la conversación. “De acuerdo, y muchas
gracias por las molestias causadas” “Molestia ninguna, es un placer hablar con
usted y ya sabe, no olvide lo que le dije.” “Gracias, muchas gracias, y que
tenga usted un buen día” y colgó,
quedándose con las ganas de haber continuado la interesante conversación.
La chica, al otro lado de la línea imaginó el aspecto que tendría aquel
hombre, seguramente entrado ya en años, algo gris, sin duda la chica se lo
imaginó con un traje gris perla, afeitado con mucha pulcritud y algo demacrado
por el tiempo.
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