domingo, 21 de julio de 2013

LA SONRISA DEL DIABLO


La primera vez que notó algo raro en su mirada fue tirando la basura. Él pasaba con su furgoneta, iba solo y sonrió de aquella manera, la miró de aquella manera y ella se estremeció y apartó la mirada. Miró el culo de la furgoneta cuando desaparecía y se fijó en una pegatina que llevaba con un diablo sonriente. Lo conocía de vista. Era de fuera pero llevaba mucho tiempo viviendo allí. Casi toda una vida. Por aquel entonces todo el mundo andaba muy preocupado porque iban a tirar el toblerone. A ella también le preocupaba y había ido a alguna de aquellas reuniones, no tanto por su convencimiento de que podrían hacer algo como por el hecho de defender una causa perdida, que eran su debilidad. Una semana después de su mirada junto al contenedor se lo volvió a encontrar. Ella iba corriendo. Corría tres veces por semana, siempre junto a la playa y sola. Aún era de día. No tenía miedo. Le volvió a sonreír parapetado desde el volante de su furgoneta, aminoró la marcha y sonrió de aquella manera que ella tanto detestaba. La miró de aquella manera, mezcla de lascivia y lujuria. Ella miró a otro lado y aceleró la marcha. Se quedó mirando de nuevo como se alejaba sonriéndole el diablillo que llevaba pegado al maletero. No se lo comentó a nadie. No le dio mucha importancia. Al mes, cuando ya casi se había olvidado de él, se lo volvió a encontrar. Iba comiéndose una napolitana de chocolate por la calle de vuelta de la biblioteca. Él estaba sentado en una terraza de verano tomándose una cerveza y cuando la vio pasar se giró por completo a pesar de que estaba acompañado. Luego vino lo que ella ya esperaba, aquella sonrisa malévola que no se le borraba de la cara. Aquella misma noche, volviendo de una de las reuniones del toblerone se lo volvió a encontrar en compañía de su furgoneta y del diablillo sonriente. Aminoró la marcha de la furgoneta y le preguntó, mirándola de aquella forma: Guapa, te acerco a algún sitio? No gracias, dijo ella, sin mirarlo siquiera. Él: No te voy a hacer nada, y se rió a carcajadas. Así estuvieron un rato, él hablándole y ella respondiendo monosílabos. Al final aceleró y dijo gritando: Tú te lo pierdes! y desapareció. Gracias a dios estaba ya a punto de llegar a casa. Vio a lo lejos la bocacalle oscura donde vivía en aquel piso barato, y respiró aliviada. Por fin. Al entrar en la bocacalle una punzada le asaltó el corazón. Allí estaban los tres, la furgoneta, el diablillo y aquel hombre fumando apoyado en la furgoneta, aparcada a unos metros de su casa. Trató de tranquilizarse. Pasó por la otra orilla de la calle, pero la calle era tan estrecha que estaba a tan sólo unos pasos de él. No has sido una chica educada, dijo y ella notó que estaba borracho. Aceleró el paso. Él echó a andar tras ella sin prisa. Ella no miraba hacia atrás pero sentía sus pasos seguros tras ella. Empezó a rebuscar sus llaves en el bolso mucho antes de llegar al portal. Las jodidas llaves. Las encontró después de un rato de rebuscar. Notaba como se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Él no paraba de hablar. Sabes lo que les pasa a  las chicas maleducadas? Por fin llegó al portal. Él estaba sólo a unos metros de ella. No acertaba a meter la llave. Él echó a correr para salvar los metros que le faltaban, con esa torpeza de los borrachos. Y la puerta se abrió cuando a ella ya le llegaban los vapores del alcohol mezclado con el sudor. Cerró la puerta tras de sí. Él se quedó fuera. Ella dentro temblándole todo el cuerpo. Él seguía hablando pero ella ya no lo escuchaba. Se fue directa al ascensor con las piernas aún trémulas, como de madera. Él sacó un cigarrillo y lo encendió mientras se apoyaba en la puerta y para su sorpresa esta cedió en el mismo momento en que se cerraba la puerta del ascensor. Mala suerte, querida, gritó. Él subía las escaleras como un loco. Dónde se parará la mosquita muerta? Te voy a coger, mosquita muerta. A ella le llegaban amortiguados los gritos por las paredes metálicas del ascensor y sólo pensaba en una cosa sosteniendo las llaves en la mano. Sólo pensaba en su casa, en la puerta, en acertar con la llave a la primera. Estaba impasible, con ese sudor frío y esa tranquilidad racional que adquiere el cerebro en los casos desesperados.  No temblaba, no lloraba, no gritaba, sólo sostenía la llave en la mano y pensaba en la cerradura con la mirada fija en la barra del espejo de un ascensor viejo que subía renqueando como cansado. Fueron milésimas de segundo, la puerta del ascensor se abre, ella sale con paso rápido, la puerta de la casa está a dos metros del ascensor y él está en la desembocadura de la escalera jadeando del esfuerzo, sonríe de nuevo con aquella sonrisa  pero ella ya no lo ve, no lo ve nadie, como el vaso que se cae en mitad del bosque. Ella se centra en su tarea como si le fuese la vida en ello. La llave entra a la primera y cede la cerradura, cierra tras ella con un portazo, la puerta le da en las narices y le llegan los vapores de su aliento a alcohol pero una milésima de segundo la salva. Se apoya de espaldas a la puerta. Sal, maldita puta. Y se deja caer al suelo, se queda allí sentada no sabe cuánto tiempo. Desplomada. Ahora se permite el lujo de dejarse abatir por los nervios y el miedo. Rompe a llorar en sollozos mientras él golpea la puerta. Una puerta le separa de su sonrisa, aquella sonrisa del diablo, aquella que la sobrecogió por primera vez al lado de un contenedor.

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