jueves, 13 de febrero de 2020

ABEL, EL CHAMÁN

Me habló de él un amigo. Yo era bastante escéptica. No me creo lo que no ven mis ojos. Mi amigo tampoco era uno de esos místicos que andan por ahí creyendo en oráculos y demás pamplinas pero tenía su lado espiritual y era un entendido en alimentación. Regentaba una tienda on line de alimentos ecológicos y medicina alternativa. Éramos amigos desde la infancia y me fiaba de su criterio. Yo era fanática de la alimentación sana y también era su mejor clienta aparte de su mejor amiga.

Estábamos tomando un té Roibbos en mi casa. Le pusimos un poquito de xilitol. Él conocía mi problema. Mi problema tenía los mismos años que nuestra amistad. Yo le llamaba "mi problema". No quería llamarlo mi enfermedad ni mi dolencia ni nada que agravara el asunto. Él y yo. Me refiero a mi problema y a mí sabíamos que la mente oye todo lo que dices y se lo cree. Por eso ni él ni yo queríamos dramatizar demás. Mi amigo Moisés y yo llevábamos años investigando juntos y probando todo lo que caía en nuestras manos, todo lo que nos recomendaban o cualquier novedad que saliese. Moisés se lo tomaba como si fuese su propio "problema". Era como un hijo de los dos. "Nuestro problema"

Mi problema estaba en mi cabeza. Para cualquier persona hubiera sido una soberana tontería. Para mí (para nosotros) era algo muy serio. Algo de supina importancia. Me condicionaba la vida desde hacía muchos años.  Tenía unas horribles jaquecas. Me dolía tanto la cabeza que creía que tenía una bomba dentro de ella a punto de estallar. A veces deseaba la muerte. En silencio. Cuando estaba en la más absoluta soledad. En la más absoluta clandestinidad. Si no hubiera sido por Moisés no sé qué habría sido de mí. Él venía a casa con los ojos inyectados en ilusión. "¡Me han mandado algo nuevo! Dicen que es infalible." Mientras yo me retorcía en el sofá y mordía los cojines. Él dejaba la compra y me abrazaba con lágrimas en los ojos. "Ya verás como esto no falla"

Yo trabajaba en un laboratorio químico. A veces pasaban meses sin molestarme "mi problema". Pero cuando arremetía el dolor era como un martillo de cien toneladas aplastándome el cráneo. Pasaban por mis manos cientos de analíticas de cientos de personas que yo no conocía pero que también sufrían en silencio, en la clandestinidad. Yo analizaba su sangre, sus glóbulos rojos, sus plaquetas. Y esos tubos de sangre me daban ánimos. Veía esos tubos y una llama se avibaba en mi interior. "La ciencia tiene todas las respuestas. La ciencia me curará". Era mi esperanza. Aún quedaba hueco en mi cabeza para la esperanza. Aunque una leve sombra siempre sobrevolaba sobre mi esperanza.

Delante del té Roibbos Moisés me habló de él y yo le escuchaba incrédula.
- Dicen que ha curado a muchos desahuciados. Incurables.- me relataba Moisés con los ojos inyectados de ilusión como siempre.
-¿Es un curandero? Ya sabes lo que yo pienso de eso. - decía yo removiendo el xilitol con la cucharilla.
Yo a veces creía que no volvería. Que "mi problema" se había ido, volatizado, desaparecido de mi vida. Esa tarde yo estaba contenta y creyendo de veras que el problema se había evaporado.
- No pierdes nada. Anda. Por favor.
- No creo en los superpoderes de nadie que no sea la ciencia. - hablaba mi formación científica en Ciencias Químicas. - Lo mismo no vuelve.
- Eso dices siempre. Llevas muchos años así. Tienes que deshacerte de esa esperanza. Esa esperanza te está matando lentamente.
- Será un estafador. - yo seguía en mis trece pero Moisés era más testarudo que yo.
- ¿Qué me dices si te digo que no cobra nada? Te he cogido cita para mañana por la tarde. Tiene mucha lista de espera. Me ha hecho un gran favor. Me ha dicho que tienes que ir tú sola. No me deja acompañarte. ¡No seas tan testaruda! - dijo sonriendo y se abalanzó sobre el sofá para darme un abrazo. No podía negarme. Si no hubiera sido por Moisés yo no estaría viva.
- Dicen que antes era policía y que mató a alguien y dejó el cuerpo de la policía. Pero todo eso no son más que habladurías. Ten fe. Confía.
- ¿Cómo se hace llamar?
- Abel, el chamán.

A las 3 y media de la tarde estaba en la calle "Laguna elevada" a la puerta del número 7 dudando si llamar. Era una casa de planta baja sin terminar. Estaba como dejada a medias. Con el enfoscado de cemento. Sin pintar. Con las jambas de las ventanas aún con los ladrillos sin el acabado. La puerta de madera estaba ajada por el tiempo. No parecía una puerta de una obra nueva ni había ningún timbre a la vista. Me quedé allí varada un buen rato navegando entre mil dudas. De repente la puerta se abrió y salió un niño de unos tres años muy moreno y menudo, con los ojos muy oscuros. No pareció reparar en mí. Sólo llevaba puesto un pantalón corto a pesar de que estábamos en pleno invierno. Tras el niño salió una mujer bajita, también morena, con una falda de colores y supuse que eran sudamericanos. La mujer me sonrió y me dijo: - Abel te espera. Enseguidita lo llamo. Yo no dije una palabra. La mujer se volvió hacia el interior oscuro de la casa y dijo: - ¡Abel! Apúrate, que te buscan. Al momento apereció Abel. Era un hombre menudo como su hijo y los dos tenían los mismos ojos oscuros. Parecía un hombre desvencijado como la puerta de madera. Me pareció un hombre de campo. No supe calcularle la edad pero aparentaba más de la que tenía, sin duda. Tenía unas arrugas profundas que le cortaban la cara y su piel estaba quemada por el sol. Cuando me echó la mano para presentarse la tenía encallecida y eran unas manos robustas y muy grandes. - Abel. A su servicio, señora. Me extrañó que me llamara señora cuando yo era al menos 20 años más joven que él. Cuando me estrechó la mano fuertemente sentí un calor extraño en mi mano izquierda y mi mano derecha que no lo había tocado se contagió del calor. Estábamos a mitad de Diciembre y aunque era mediodía el sol estaba escondido detrás de unas gruesas nubes. Al mirar a ese humilde hombre y a esa humilde casa me tranquilizé un poco.
- Pase, señora - dijo Abel como si él fuese parte del servicio de esa casa y yo la dueña.
Pasamos a un exiguo salón con unas cortinas estampadas y pocos muebles. Una mesa camilla y dos sillones de escay. Sofá no había. No hubiera cabido. Fui a sentarme y Abel me dijo: - No. De pie, señora. Se colocó frente a mí muy serio. Puso su dedo pulgar sobre mi frente, un poco más arriba de donde se juntan las cejas. "El tercer ojo" pensé yo. Había leído ese libro de la historia de un Lama. - Tienes el aura azul oscuro - dijo Abel y por primera vez no me dijo "señora".
- ¿Cuándo empezó el dolor? 
- Con la primera regla - dije yo. - Has tenido una transición difícil de la niñez a la madurez. Te quedaste atrapada en la cabeza de una niña. Entonces me cogió las manos entre las suyas y volví a sentir ese calor. Abel cerró los ojos. - Te gusta la vida sin alarmas ni sorpresas y sólo crees en lo que ven tus ojos. Pero no importa. Yo guardé silencio y también cerré los ojos imitándolo. Soltó mis manos y me dijo: - Ya está. El dolor se ha ido para siempre. Bienvenida al mundo de los adultos. Yo no sabía si creerle. - ¿Te puedo hacer una pregunta? - me atreví a preguntar.
- Claro, señora. Lo que quieras. - ¿Tienes súper poderes? - No, señora. Yo solo tengo energía y la transmito a sus chacras. ¿Sabe usted lo que son los chacras? Yo tenía una leve idea. - Sí. Supongo que sí. - Sus chacras estaban estancados. No quería usted dejar de ser una niña y por sus chacras no fluía la energía. Yo se la he devuelto. - ¿Te puedo hacer otra pregunta? - Claro, señora. Lo que quieras.- volvió a repetir ufano. -¿ Es cierto que mataste a un hombre?. Sobre sus ojos cruzó una sombra y casi me arrepentí de mi atrevimiento. - Fue un accidente. Él no debía estar allí. Yo no debía estar allí. Él no debió morir. Y clavó sus ojos oscuros en el suelo de cemento sin baldosas del salón. Me dio tanta pena que me acerqué a él y le di un abrazo.
- Gracias. Seguro fue un accidente. Son cosas que pasan. No hay que darle vueltas.

De esto hace 7 años. El martillo de cien toneladas aplastándome el cráneo desapareció para siempre. Tuve que darle la razón y las gracias a Moisés. A veces pienso que fue casualidad. Mi esperanza me sigue nublando la mente. "Mi problema" se evaporó como el agua de las lagunas que se secan. En las Navidades siempre voy a la casa de Abel y les llevo regalos y comida. La casa sigue a medio terminar siempre que voy. Es la casa que nunca termina de construirse. El día que terminen de construirla, Abel, el chamán, habrá perdido el poder de sus manos y su energía se habrá volatizado como mi esperanza.

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