Me habló de él un amigo. Yo era bastante escéptica. No me creo lo que no
ven mis ojos. Mi amigo tampoco era uno de esos místicos que andan por
ahí creyendo en oráculos y demás pamplinas pero tenía su lado espiritual
y era un entendido en alimentación. Regentaba
una tienda on line de alimentos ecológicos y medicina alternativa.
Éramos amigos desde la infancia y me fiaba de su criterio. Yo era
fanática de la alimentación sana y también era su mejor clienta aparte
de su mejor amiga.
Estábamos tomando un té Roibbos en mi casa. Le pusimos un poquito de
xilitol. Él conocía mi problema. Mi problema tenía los mismos años que
nuestra amistad. Yo le llamaba "mi problema". No quería llamarlo mi
enfermedad ni mi dolencia ni nada que agravara el
asunto. Él y yo. Me refiero a mi problema y a mí sabíamos que la mente
oye todo lo que dices y se lo cree. Por eso ni él ni yo queríamos
dramatizar demás. Mi amigo Moisés y yo llevábamos años investigando
juntos y probando todo lo que caía en nuestras manos,
todo lo que nos recomendaban o cualquier novedad que saliese. Moisés se
lo tomaba como si fuese su propio "problema". Era como un hijo de los
dos. "Nuestro problema"
Mi problema estaba en mi cabeza. Para cualquier persona hubiera sido una
soberana tontería. Para mí (para nosotros) era algo muy serio. Algo de
supina importancia. Me condicionaba la vida desde hacía muchos años.
Tenía unas horribles jaquecas. Me dolía tanto
la cabeza que creía que tenía una bomba dentro de ella a punto de
estallar. A veces deseaba la muerte. En silencio. Cuando estaba en la
más absoluta soledad. En la más absoluta clandestinidad. Si no hubiera
sido por Moisés no sé qué habría sido de mí. Él venía
a casa con los ojos inyectados en ilusión. "¡Me han mandado algo nuevo!
Dicen que es infalible." Mientras yo me retorcía en el sofá y mordía
los cojines. Él dejaba la compra y me abrazaba con lágrimas en los ojos.
"Ya verás como esto no falla"
Yo trabajaba en un laboratorio químico. A veces pasaban meses sin
molestarme "mi problema". Pero cuando arremetía el dolor era como un
martillo de cien toneladas aplastándome el cráneo. Pasaban por mis manos
cientos de analíticas de cientos de personas que
yo no conocía pero que también sufrían en silencio, en la
clandestinidad. Yo analizaba su sangre, sus glóbulos rojos, sus
plaquetas. Y esos tubos de sangre me daban ánimos. Veía esos tubos y una
llama se avibaba en mi interior. "La ciencia tiene todas las
respuestas. La ciencia me curará". Era mi esperanza. Aún quedaba hueco
en mi cabeza para la esperanza. Aunque una leve sombra siempre
sobrevolaba sobre mi esperanza.
Delante del té Roibbos Moisés me habló de él y yo le escuchaba incrédula.
- Dicen que ha curado a muchos desahuciados. Incurables.- me relataba Moisés con los ojos inyectados de ilusión como siempre.
-¿Es un curandero? Ya sabes lo que yo pienso de eso. - decía yo removiendo el xilitol con la cucharilla.
Yo a veces creía que no volvería. Que "mi problema" se había ido,
volatizado, desaparecido de mi vida. Esa tarde yo estaba contenta y
creyendo de veras que el problema se había evaporado.
- No pierdes nada. Anda. Por favor.
- No creo en los superpoderes de nadie que no sea la ciencia. - hablaba
mi formación científica en Ciencias Químicas. - Lo mismo no vuelve.
- Eso dices siempre. Llevas muchos años así. Tienes que deshacerte de esa esperanza. Esa esperanza te está matando lentamente.
- Será un estafador. - yo seguía en mis trece pero Moisés era más testarudo que yo.
- ¿Qué me dices si te digo que no cobra nada? Te he cogido cita para
mañana por la tarde. Tiene mucha lista de espera. Me ha hecho un gran
favor. Me ha dicho que tienes que ir tú sola. No me deja acompañarte.
¡No seas tan testaruda! - dijo sonriendo y se abalanzó
sobre el sofá para darme un abrazo. No podía negarme. Si no hubiera
sido por Moisés yo no estaría viva.
- Dicen que antes era policía y que mató a alguien y dejó el cuerpo de
la policía. Pero todo eso no son más que habladurías. Ten fe. Confía.
- ¿Cómo se hace llamar?
- Abel, el chamán.
A las 3 y media de la tarde estaba en la calle "Laguna elevada" a la
puerta del número 7 dudando si llamar. Era una casa de planta baja sin
terminar. Estaba como dejada a medias. Con el enfoscado de cemento. Sin
pintar. Con las jambas de las ventanas aún con
los ladrillos sin el acabado. La puerta de madera estaba ajada por el
tiempo. No parecía una puerta de una obra nueva ni había ningún timbre a
la vista. Me quedé allí varada un buen rato navegando entre mil dudas.
De repente la puerta se abrió y salió un niño
de unos tres años muy moreno y menudo, con los ojos muy oscuros. No
pareció reparar en mí. Sólo llevaba puesto un pantalón corto a pesar de
que estábamos en pleno invierno. Tras el niño salió una mujer bajita,
también morena, con una falda de colores y supuse
que eran sudamericanos. La mujer me sonrió y me dijo: - Abel te espera.
Enseguidita lo llamo. Yo no dije una palabra. La mujer se volvió hacia
el interior oscuro de la casa y dijo: - ¡Abel! Apúrate, que te buscan.
Al momento apereció Abel. Era un hombre menudo
como su hijo y los dos tenían los mismos ojos oscuros. Parecía un
hombre desvencijado como la puerta de madera. Me pareció un hombre de
campo. No supe calcularle la edad pero aparentaba más de la que tenía,
sin duda. Tenía unas arrugas profundas que le cortaban
la cara y su piel estaba quemada por el sol. Cuando me echó la mano
para presentarse la tenía encallecida y eran unas manos robustas y muy
grandes. - Abel. A su servicio, señora. Me extrañó que me llamara señora
cuando yo era al menos 20 años más joven que
él. Cuando me estrechó la mano fuertemente sentí un calor extraño en mi
mano izquierda y mi mano derecha que no lo había tocado se contagió del
calor. Estábamos a mitad de Diciembre y aunque era mediodía el sol
estaba escondido detrás de unas gruesas nubes.
Al mirar a ese humilde hombre y a esa humilde casa me tranquilizé un
poco.
- Pase, señora - dijo Abel como si él fuese parte del servicio de esa casa y yo la dueña.
Pasamos a un exiguo salón con unas cortinas estampadas y pocos muebles.
Una mesa camilla y dos sillones de escay. Sofá no había. No hubiera
cabido. Fui a sentarme y Abel me dijo: - No. De pie, señora. Se colocó
frente a mí muy serio. Puso su dedo pulgar sobre
mi frente, un poco más arriba de donde se juntan las cejas. "El tercer
ojo" pensé yo. Había leído ese libro de la historia de un Lama. - Tienes
el aura azul oscuro - dijo Abel y por primera vez no me dijo "señora".
- ¿Cuándo empezó el dolor?
- Con la primera regla - dije yo. - Has tenido una transición difícil de
la niñez a la madurez. Te quedaste atrapada en la cabeza de una niña.
Entonces me cogió las manos entre las suyas y volví a sentir ese calor.
Abel cerró los ojos. - Te gusta la vida sin
alarmas ni sorpresas y sólo crees en lo que ven tus ojos. Pero no
importa. Yo guardé silencio y también cerré los ojos imitándolo. Soltó
mis manos y me dijo: - Ya está. El dolor se ha ido para siempre.
Bienvenida al mundo de los adultos. Yo no sabía si creerle.
- ¿Te puedo hacer una pregunta? - me atreví a preguntar.
- Claro, señora. Lo que quieras. - ¿Tienes súper poderes? - No, señora.
Yo solo tengo energía y la transmito a sus chacras. ¿Sabe usted lo que
son los chacras? Yo tenía una leve idea. - Sí. Supongo que sí. - Sus
chacras estaban estancados. No quería usted dejar
de ser una niña y por sus chacras no fluía la energía. Yo se la he
devuelto. - ¿Te puedo hacer otra pregunta? - Claro, señora. Lo que
quieras.- volvió a repetir ufano. -¿ Es cierto que mataste a un hombre?.
Sobre sus ojos cruzó una sombra y casi me arrepentí
de mi atrevimiento. - Fue un accidente. Él no debía estar allí. Yo no
debía estar allí. Él no debió morir. Y clavó sus ojos oscuros en el
suelo de cemento sin baldosas del salón. Me dio tanta pena que me
acerqué a él y le di un abrazo.
- Gracias. Seguro fue un accidente. Son cosas que pasan. No hay que darle vueltas.
De esto hace 7 años. El martillo de cien toneladas aplastándome el
cráneo desapareció para siempre. Tuve que darle la razón y las gracias a
Moisés. A veces pienso que fue casualidad. Mi esperanza me sigue
nublando la mente. "Mi problema" se evaporó como el
agua de las lagunas que se secan. En las Navidades siempre voy a la
casa de Abel y les llevo regalos y comida. La casa sigue a medio
terminar siempre que voy. Es la casa que nunca termina de construirse.
El día que terminen de construirla, Abel, el chamán,
habrá perdido el poder de sus manos y su energía se habrá volatizado
como mi esperanza.
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