Ella estaba muerta. Llevaba muerta mucho tiempo. No sabe cuando murió.
Quizá fue poco a poco, de una manera progresiva. Como un trapo que se va
secando al sol y la humedad se va evaporando impasible. Ella no sabría
decir cuándo y porqué empezó la muerte pero
llevaba demasiado tiempo sin sentir nada. La vida le pasaba por encima
como un tren de mercancías. La apatía era su estado natural. Señora
preocupación. Señora prozac. Señora "trenmercanciasquemepasaporencima".
Señora carga y losa. Ella solía decirme que cuando
se bebía un buen Bourbon la losa que llevaba encima desaparecía. Nada
la emocionaba. Ni la música ni una conversación con una amiga ni una
buena comida. El entusiasmo se encontraba en tierras lejanas. La vida se
le hacía insoportable.
Era más delgada que el humo. De perfil palidecia. Yo intentaba por todos
los medios traerla de nuevo al mundo de las nubes y que abandonase el
mundo prozac. Una noche le puse "Hurt" de Johnny Cash y se echó a
llorar. Me dijo: - Yo también me heriria a mi misma
para saber que puedo seguir sintiendo algo, para saber que sigo viva.
Quizá fue terapia de choque. Ella era tan tan sensible que una leve
brisa de viento la hubiese herido. La abulia la mantenía paralizada. Era
una flor que se estaba marchitando a la intemperie.
Ella luchaba contra el viento, la lluvia y todos los agentes
atmosféricos. Llevaba tanto tiempo sin hacer el amor que había olvidado
lo que era una piel tibia. La anhedonia le había usurpado su derecho a
expresarse, su derecho a decir lo que quería, su derecho
a coger los mejores bocados de la vida, a beberse los mejores vinos
porque la vida es tan corta y tú tan linda. El brillo de sus ojos se
había convertido en una sombra oscura bajo sus párpados, en unas eternas
ojeras que ni con corrector.
Pero al igual que la muerte te va consumiendo poco a poco, la vida llega
de repente y, de repente fue como ella despertó a la primavera. Todas
esas manifestaciones coincidieron con su despertar. Las veía por la
tele y se sentía en sintonía con esa rabia acumulada,
con ese fragor estrepitoso y radiante como una llama. Fue el amor lo
que la despertó de su soporífero sueño. El le dijo algo así como: -
Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca. Te invito a un trago. Y
ella se dejó llevar. Se subió en su moto arrastrada
por un sentimiento desconocido como el que emprende un largo viaje sin
billete de vuelta y se agarró a su cintura como a un madero en mitad del
mar. En un abrir y cerrar de ojos estaba con él en la cama de un hotel
barato y ella se sentía en territorio desconocido.
Le dijo: - Dime que me quieres aunque sea mentira. Y él mintió mejor
que nunca. Interpretó el papel de su vida. Ella respondía a esa pasión
desmedida. Su cuerpo crepitaba y se retorcía de placer. Era como si otra
mujer hubiese ocupado su lugar. Una usurpadora.
Una mujer que ella desconocía y que había aflorado a la superficie. Su
piel era terciopelo azul. La tibieza de sus bocas se encontraba en los
recintos cerrados que conducen a esos lugares laberínticos donde una
niebla espesa lo confunde todo. Su amor estaba
prohibido y saber que duraría lo mismo que una puesta de sol le hacía
agarrarse a ese madero flotando en mitad de la nada como si le fuese la
vida en ello. En cada mordisco, en cada beso, en cada caricia y en cada
arrebato de locura estaban contenidos todos
esos años de muerte en vida. Fue como si el tiempo se hubiese detenido
en un segundo infinito. La desconocida había vuelto de un largo viaje a
los infiernos y estaba en la ducha de un hotel barato con un hombre
desconocido. Ese solo pensamiento le puso la
piel de gallina. Le dio miedo que no fuese ella la que estaba allí, que
todo fuese una alucinación muy real.
El trapo volvió a estar húmedo y no había llovido aquella tarde. El
cielo estaba oscuro, cargado de nubes negras que vaticinaban lo peor. Él
la dejó a dos calles de su casa y se perdió con la moto entre los demás
coches. Ella se quedó de pie sin poder moverse.
Mirando como desaparecía por su calle aquel hombre que la había
devuelto a la vida. Aquel hombre imposible de amar. Imposible de
olvidar. Imposible de conservar. Pero no estaba segura si era ella o la
otra la que se quedó media hora plantada en la calle esperando
algo. Con el pelo revuelto, con el rímel corrido, con las piernas
temblando. Ya nada podría ser igual que antes. El que abre los ojos no
puede volver a cerrarlos. Cuando la volví a ver no sabía si era mi
amiga. Las ojeras habían dado paso a un brillo en los
ojos inesperado. Sonreía como hacía años no la había visto sonreír.
Superó su pudor y nos bañamos desnudas en el océano en pleno mes de
febrero. Me la habían cambiado sin duda. Brindamos con un Bourbon por su
despertar a la vida en la terraza de su bar favorito.
- Qué bien. Qué bien que la muerte sea un sueño y la vida lo que se te
evapora entre los dedos al amanecer - me dijo mientras volvía la cara
con estupefacción al ver pasar a un motorista veloz como un rayo. Como
el rayo que te cae encima y te parte en dos.
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