jueves, 13 de febrero de 2020

DESPERTARES

Ella estaba muerta. Llevaba muerta mucho tiempo. No sabe cuando murió. Quizá fue poco a poco, de una manera progresiva. Como un trapo que se va secando al sol y la humedad se va evaporando impasible. Ella no sabría decir cuándo y porqué empezó la muerte pero llevaba demasiado tiempo sin sentir nada. La vida le pasaba por encima como un tren de mercancías. La apatía era su estado natural. Señora preocupación. Señora prozac. Señora "trenmercanciasquemepasaporencima". Señora carga y losa. Ella solía decirme que cuando se bebía un buen Bourbon la losa que llevaba encima desaparecía. Nada la emocionaba. Ni la música ni una conversación con una amiga ni una buena comida. El entusiasmo se encontraba en tierras lejanas. La vida se le hacía insoportable.

Era más delgada que el humo. De perfil palidecia. Yo intentaba por todos los medios traerla de nuevo al mundo de las nubes y que abandonase el mundo prozac. Una noche le puse "Hurt" de Johnny Cash y se echó a llorar. Me dijo: - Yo también me heriria a mi misma para saber que puedo seguir sintiendo algo, para saber que sigo viva. Quizá fue terapia de choque. Ella era tan tan sensible que una leve brisa de viento la hubiese herido. La abulia la mantenía paralizada. Era una flor que se estaba marchitando a la intemperie. Ella luchaba contra el viento, la lluvia y todos los agentes atmosféricos. Llevaba tanto tiempo sin hacer el amor que había olvidado lo que era una piel tibia. La anhedonia le había usurpado su derecho a expresarse, su derecho a decir lo que quería, su derecho a coger los mejores bocados de la vida, a beberse los mejores vinos porque la vida es tan corta y tú tan linda. El brillo de sus ojos se había convertido en una sombra oscura bajo sus párpados, en unas eternas ojeras que ni con corrector.

Pero al igual que la muerte te va consumiendo poco a poco, la vida llega de repente y, de repente fue como ella despertó a la primavera. Todas esas manifestaciones  coincidieron con su despertar. Las veía por la tele y se sentía en sintonía con esa rabia acumulada, con ese fragor estrepitoso y radiante como una llama. Fue el amor lo que la despertó de su soporífero sueño. El le dijo algo así como: - Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca. Te invito a un trago. Y ella se dejó llevar. Se subió en su moto arrastrada por un sentimiento desconocido como el que emprende un largo viaje sin billete de vuelta y se agarró a su cintura como a un madero en mitad del mar. En un abrir y cerrar de ojos estaba con él en la cama de un hotel barato y ella se sentía en territorio desconocido. Le dijo: - Dime que me quieres aunque sea mentira. Y él mintió mejor que nunca. Interpretó el papel de su vida. Ella respondía a esa pasión desmedida. Su cuerpo crepitaba y se retorcía de placer. Era como si otra mujer hubiese ocupado su lugar. Una usurpadora. Una mujer que ella desconocía y que había aflorado a la superficie. Su piel era terciopelo azul. La tibieza de sus bocas se encontraba en los recintos cerrados que conducen a esos lugares laberínticos donde una niebla espesa lo confunde todo. Su amor estaba prohibido y saber que duraría lo mismo que una puesta de sol le hacía agarrarse a ese madero flotando en mitad de la nada como si le fuese la vida en ello. En cada mordisco, en cada beso, en cada caricia y en cada arrebato de locura estaban contenidos todos esos años de muerte en vida. Fue como si el tiempo se hubiese detenido en un segundo infinito. La desconocida había vuelto de un largo viaje a los infiernos y estaba en la ducha de un hotel barato con un hombre desconocido. Ese solo pensamiento le puso la piel de gallina. Le dio miedo que no fuese ella la que estaba allí, que todo fuese una alucinación muy real.

El trapo volvió a estar húmedo y no había llovido aquella tarde. El cielo estaba oscuro, cargado de nubes negras que vaticinaban lo peor. Él la dejó a dos calles de su casa y se perdió con la moto entre los demás coches. Ella se quedó de pie sin poder moverse. Mirando como desaparecía por su calle aquel hombre que la había devuelto a la vida. Aquel hombre imposible de amar. Imposible de olvidar. Imposible de conservar. Pero no estaba segura si era ella o la otra la que se quedó media hora plantada en la calle esperando algo. Con el pelo revuelto, con el rímel corrido, con las piernas temblando. Ya nada podría ser igual que antes. El que abre los ojos no puede volver a cerrarlos. Cuando la volví a ver no sabía si era mi amiga. Las ojeras habían dado paso a un brillo en los ojos inesperado. Sonreía como hacía años no la había visto sonreír. Superó su pudor y nos bañamos desnudas en el océano en pleno mes de febrero. Me la habían cambiado sin duda. Brindamos con un Bourbon por su despertar a la vida en la terraza de su bar favorito.

- Qué bien. Qué bien que la muerte sea un sueño y la vida lo que se te evapora entre los dedos al amanecer - me dijo mientras volvía la cara con estupefacción al ver pasar a un motorista veloz como un rayo. Como el rayo que te cae encima y te parte en dos. 

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